viernes, 3 de mayo de 2013
Te querré siempre
Un viaje, una pareja. Ingleses en Italia. Un territorio extraño en el que ambos se descubren como extraños. ‘Te querré siempre’ (Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rosellini, quien escribe el guion junto a Vitaliano Brancati. Ella, Catherine (Ingrid Bergman) viajará, se desplazará, entre los muertos, entre estatuas, museos, piedra, ausencias de cuerpos que son ascéticas imágenes, fósiles de una poesía perdida, arrumbada en su pasado, en lo que quizá no fue. La expresividad de los gestos, el descaro de los cuerpos, de aquellas figuras de piedra la turbarán, porque las sentirá más vivas que a ella misma. Se reconocerá en aquellas vidas, que no eran otras, sino como puede serlo la propia. Pero ¿cómo es la propia?¿Se desplaza en su propia vida, en su presente, o su presente se ha inmovilizado como un mausoleo? Los tiempos se funden, ayer es hoy, aquel rostro es el suyo, aunque este no lo encuentra al despertar en una tierra extraña.
Él, Alex (George Sanders), viajará, se desplazará, entre vivos, con mujeres con las que tantea la opción de otra historia, de otro sendero, quizás una distracción, quizás recordarse que está vivo. Pero cuando lo que tantea se revela como un callejón sin salida, encoge los hombros, como si no tuviera mayor importancia la contrariedad. Cuando, en cambio, se le ofrece la posibilidad, rechaza esa opción. Alex navega a la deriva, aunque se siente al pairo, detenido en una escenificación anquilosada, la inercia de una máscara que amordaza su voz, que atenaza sus poros. Su matrimonio ya no respira. Porque ambos no son sinceros con el otro, pero ni siquiera consigo mismos. Ambos preguntan al otro si su compañía le resulta aburrida. Ambos declaran que su relación parece varada, incluso desintegrándose, como una piedra que se descascarilla, y afilan los cuchillos con los sarcasmos y los reproches para emborronar definitivamente los perfiles que se difuminan.
Pero los gestos contradicen lo que expresan. Alex contiene el gesto cuando ella, a punto de freír unos huevos, le reprocha con virulencia, su cinismo, su mezquindad. También la mira con sorpresa (qué soberano actor Sanders) cuando la escucha reír estruendosamente en una fiesta. Posteriormente, le preguntará si se ha divertido, ella elusiva afirmará que él si se ha divertido, a lo que él replica que ella no sabe percibir si se ha divertido o no. Los filos se enmarañan, las miradas se rehúyen, las emociones se esconden en el incendio de su silencio, de lo no compartido. Las palabras no manifiestan lo que en las entrañas se agrieta. A ella le descomponen los celos pensando lo que podrá estar haciendo Alex en Capri, pero cuando retorna sus palabras sólo manifiestan trivialidades, mientras que su gesto espera un acercamiento de él; pero apaga la luz, como si no estuviera expectante. Signos apagados, silenciados, piedras que taponan las emociones, que hacen de los gestos escollos que asfixian al otro.
Reflejos. En la primera secuencia, ambos viajando en el coche (decisión de ella, en vez de tomar el avión: ya hay algo latente que se quiere propiciar pero no se explicita), se cruzan con varias manadas de ganado, como si fuera un reflejo de su vida conyugal, de su inercia, cual ganado, en su rutina de vida. Cuando la relación se quiebra, se agrieta la piedra que la anquilosa, se desplazan entre las ruinas, en Pompeya, tras ser testigos de cómo en la ceniza se perfilan los cadáveres carbonizados de un hombre y una mujer, quizás su reflejo siglos atrás (como ellos, al inicio, en las hamacas, los ojos cerrados, ella evocando a su amigo poeta, evocación que abre fisura en sus ‘miradas cerradas’).
Sienten sus ruinas, su condición de cadáveres, abrasados en su interior porque han convertido la relación en corazas defensivas, esperas del gesto de aproximación, de afecto, del otro, mientras escupen antes de que el otro les escupa la lava de otro sarcasmo, de otro reproche. Una procesión, la agitación de una muchedumbre, de una vida que contrasta con el vaciado de las ruinas, les reanima en su atasco, les hace rescatarse, como una súbita resurrección, como si se descubrieran, en un instante que es epifanía, en el absurdo de vida inmóvil que les había abocado a la condición de piedra, coraza y lanza. Ahora las emociones brotan, manan en sus palabras, vivas, acompasadas a su abrazo.
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