martes, 21 de mayo de 2013
Rebelde
Érase una vez. A los doce años, alguien te pone en las manos una ametralladora, y te dice que dispares sobre tus padres, a no ser que prefieras ver cómo otro los mata a machetazos. No quieres verles sufrir, y disparas. A los doce años te arrancan de tu vida para sumirte en una desesperación que tendrá que ocultar sus lágrimas en el interior. Ahora serás un cuerpo que acarree grandes pesos en la selva, y que será golpeado si tu resistencia se quiebra. Un cuerpo que será forzado para el placer de quien ahora es tu comandante. Un cuerpo que aprenderá a utilizar una ametralladora. El gatillo será otro de tus miembros. La muerte será tu paisaje. Los muertos, los espectros de tus padres, te acompañarán, como un recuerdo que es herida abierta, la memoria de una desolación que no logras enterrar. Tus lágrimas te las devoras, dejas que abrasen tu interior, porque hay que sobrevivir, hay que evitar lo más posible los golpes de los que son espectros ciegos en vida, porque las lágrimas tientan aún más a la crueldad, hace que salive del gusto por infligirte daño.
Komana (Rachel Mwanza) la niña protagonista de ‘Rebelde’ (Rebelle, 2012), del cineasta canadiense Kim Nguyen, es el reflejo de muchos niños o niñas en países africanos o asiáticos. Su particularidad es que la consideración de bruja la convierte en amuleto de la suerte, en figura que es respetada por algunos, y que puede evitar alguno de esos golpes que convertían su cuerpo en un amasijo que se arrastra y acarrea y dispara. El director se inspiró en el caso de un chico birmano que llegó a dirigir a doscientos soldados que le llevaban en hombros para evitar que se ensuciara su divinidad. Las balas no parecen afectar a Komana, mientras a su alrededor caen abatidos los otros rebeldes (indefinidos, como el mismo país africano en el que transcurre la acción).
La obra adquiere la condición de fábula salpicada de barro y sangre, como una magulladura en las entrañas que duele cuando respiras. A los 13 años, a Komana, aunque sea una bruja que algunos respetan, le vuelven a decir que use la metralleta con alguien que ama, Mago, el chico albino con el que ha recuperado la sonrisa, la ilusión. A los 14 años, da a luz, sola, en la selva. La estructura adopta el relato en pasado aunque sea una obra que finalice con el horizonte de un futuro lacerantemente incierto. Komana, a través de la voz en off que salpica la narración como si fuera la gangrena de un Érase una vez, relata a su hijo la odisea que ha padecido durante dos años.
La irrupción de lo extraño, no sólo por la aparición de los espectros de sus padres, sino, por ejemplo, a través de efectos de sonido, acrecienta la sensación de pesadilla, de enrarecimiento, de realidad suspendida, sustraída. Komana a veces recuerda que es una niña, y se balancea en un columpio. Hay para quien su cuerpo no es el de una niña, por lo que Komana, para proteger a su hijo, decide introducirse una ‘rosa envenenada en su zona secreta’, una espina incrustada en una fruta dentro de su vagina, para desgarrar el pene de aquel que no deja de forzarla, el padre de su hijo, su comandante. Komana se rebela. Pero las pesadillas no dejan de perseguirla, aunque huya de los abusos, de las ametralladoras, de los golpes. Hay un dolor que no ha podido ser enterrado, una desolación que no ha podido ser sepultada. Y quizás no puede serlo jamás aunque se intente conciliar con aquellas balas que disparó sobre sus propios padres. Hay cenizas que no dejarán de rasgar las entrañas.
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