miércoles, 22 de mayo de 2013
Kauwboy
Hay quien encuentra un apego en una vampira, hay quien lo encuentra en un grajo. En ‘Déjame entrar’ (2008), de Thomas Alfredson, Oskar, el niño protagonista, de doce años, se sentía aislado, y amenazado. La amenaza provenía de un fuera de campo que pendía permanente sobre él, el de la violencia de unos alumnos de su colegio. En la conmovedora ‘Kauwboy’ (2012), del holandés Bodeuwijn Koole, hay un doble fuera de campo que pende sobre Jojo (Rick Lens), de diez años, una presencia y una ausencia. La presencia es la de su padre, Ronald (Loek Peters) con el que mantiene una relación oscilante, entre la complicidad (la carrera con la que comienza la película, quién llega antes a un puente si el niño corriendo campo a través o el padre en su coche) y la agresividad: el estrépito en la cocina que escucha desde su habitación Jojo tras que su padre le haya echado de malas maneras ; cuando desciende toda la comida está desparramada.
Los arrebatos de furia derivarán incluso en bofetadas sobre las que más tarde se intentará pedir torpemente perdón. Aunque también Jojo tiene descargas de agresividad, con algún compañero del equipo de waterpolo. En ambos pende dolorosamente una ausencia, que no se nombra como definitiva e irreparable, aunque pronto se intuye, pese a que se diga que la madre está de gira, ya que es cantante, en el extranjero. Una no asunción que tensa, crispa, la relación, como si se optaran por las espitas erróneas, más bien contracciones de una pesadumbre no asimilada. Jojo está empecinado en realizar una tarta para el cumpleaños inminente de su madre. Jojo encuentra en la relación con la cría del grajo, que ha caído del nido, ese afecto que añora, así como la ilusión de que no hay pérdida, como un sustitutivo que niega con la presencia una ausencia.
En la primera imagen, oscura, se escucha las palabras del padre: en el principio había oscuridad, luego llegó la vida: las primeras imágenes alternadas con los fundidos son de Jojo saltando. El padre más adelante, en otra secuencia, añade otro <<¿y después?>>, y apaga la llama ante su hijo. Ambos se sienten sumidos en la oscuridad. El padre no cree posible más luz, y se muestra hosco, talando expeditivamente cualquier ilusión de permanencia, de que los vínculos son duraderos. El hijo se agarra a la llama ardiendo de la vida, a través de ese grajo que se convierte en su ‘hijo’, al que cuida, con el que juega, con el que se alegra con su primer vuelo, a la vez que es transferencia de una madre con la que aún sueña como posible vida que retorne. Jojo sueña despierto con que no se apague la llama sino que siga ahí después de que se haga la oscuridad (la bellísima secuencia en la que se dispone a dormir junto al grajo por primera vez; cómo tras apagar la luz la enciende de nuevo para contemplarle a su lado; el inconmensurable plano de ambos dormidos a la mañana siguiente, rostro junto a rostro).
El escondite que utiliza, para evitar que el padre vuelva a echar al grajo, será el lugar al que el padre no acude, el espacio de su olvido, el cobertizo donde la madre grababa sus canciones, donde Jojo escucha la música de su madre, como simula conversaciones telefónicas con ella, porque aún espera volver a escuchar su voz. El grajo son las alas que añora, que no quiere sentir cortadas. El luto que no ha asumido aún. La reclusión en sí mismo, y que puede interferir en otros vínculos que crea, como con su compañera en el equipo de waterpolo, Yethen (Susan Rather). Padre e hijo aún yacen postrados, sin haber levantado el vuelo. Y colisionan en su forma diferente de no afrontar o aún no asimilar un dolor. Del mismo modo que el grajo, para uno y otro, se convierte en representación de sus dos extremas actitudes, y, por ello, en cuerpo de batalla, en recuerdo del que desprenderse o no desprenderse. Hasta que la muerte vuelva a unirles, y su afecto resurja cual ave fénix.
Hay películas que te tocan especialmente la fibra. Quizá sean arteramente manipuladoras. Quizá te pillan en día especialmente sensible, o algunos de sus aspectos o componentes te tocan más de lleno. No esperaba que me suscitara esas lágrimas, que me conmoviera de tal manera. Lágrimas que eran también sonrisa
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