martes, 14 de mayo de 2013
El libro negro
Durante cerca de dos horas el espectador de ‘El libro negro’ (Zwartboek, 2006), de Paul Verhoeven, se puede preguntar dónde está el citado libro del título, si es que acaso lo entregan a la salida del cine. Cuando aparece se da cuenta de su relevancia, no sólo dramática (argumental), sino por lo que le representa. Verhoeven en su carrera ha demostrado que no tiene pelos en la lengua de su celuloide. Le ha gustado entresacar los libros negros que revelan las corrupciones y mezquindades, opresiones y abusos de poder, como en este caso, las podredumbres de los holandeses que se aprovechaban de las desgracias de compatriotas, y en particular, de los judíos, para enriquecerse, para establecer convenientes alianzas financieras con los alemanes, dejando de lado cualquier escrúpulo.
Por otra parte, esa tardía aparición de ese objeto crucial, no deja de ser reveladora (como lo es la condición del mismo libro), de que a Verhoeven le gusta jugar a la distracción con sus arrebatadores torbellinos narrativos, o de que sus cargas de profundidad pueden parecer envueltas en vistoso papel de celofán, aunque este sea el de la provocación, el de la salaz procacidad, el de la desaforada violencia. Cuerpos somos, fluidos proyectamos, cuerpos que se agitan, cuerpos que se destrozan. ¿No es el cuerpo, la voluntad, de Rachel (Carice Van Houten), el ariete de una insurgencia cuya trasposición objetual será ese libro negro? A Verhoeven le gusta desvelar las letrinas, aunque puedan no ser advertidas, o incluso malinterpretadas, sus afiladas espinas. A Verhoeven siempre le ha gustado zarandear las correcciones, empezando por el valor de imagen, y la suya ha sido un tanto desconcertante, controvertida y hasta incómoda. Su cine se desenvuelve en un territorio escurridizo en el que conviven la mordacidad de la sátira y las vibraciones de una montaña rusa. Te baña en acido mientras te zarandea, y practica la demolición de las certezas, y la exposición de unas falacias con una perforadora.
El héroe (entrecomillado) en ‘Robocop’ (1987) es una identidad enajenada, mitad robot mitad humano, aunque antes también lo fuera en sentido figurativo. Se descubre como una criatura frankesteiniana que se rebela ante aquellos que le convirtieron en una ‘máquina’(antes de que literalmente lo fuera), aquella que debe eficazmente servir al poder (para afirmar su posición, para permitir sus abusos, sus corrupciones). La herida de la humanización se revelaba como una fisura en su enajenación: la irrupción en el que fue su hogar, con la combinación de tiempos en el plano y contraplano. En ‘Desafio total’ (1990) el protagonista descubre a través de sí mismo (en una grabación)que no era quien creía que era, que su papel en esta vida era el de ser esbirro, sea perforando un suelo, o como agente del gobierno (o del que dicta la realidad, del que la oprime), sea en lo real o en lo imaginario (criaturas virtuales somos antes que cuerpos).
En general, Verhoeven rehúye tanto la convención de la identificación del espectador, demoliendo la empatización al conducir los relatos con personajes protagonistas que pueden hasta repeler, que hay quienes han visto que sus obras afirmaban lo que cuestionaban, caso de ‘Starship troopers’ (1997) o, en especial, ’Showgirls’(1995), la cual no dejaba de ser una áspera actualización de ‘Eva al desnudo’. Pero la desbordante vulgaridad de personajes y del mundo retratado, sin el glamour de la obra de Mankiewicz y sus restallantes y agudos diálogos, desenfocaron su percepción, como si su entraña fuera su superficie, el despliegue de tetas y muslos entre neones, sin advertir su demoledor reflejo de esta sociedad competitiva, o la vulgaridad y banalidad de su espectacularización (sin sustancia). La película recibió el premio Razzie a la peor película del año. Verhoeven fue el primero de los premiados en acudir a recibir el premio. Lo cual le define bien. Una sana excepción entre tanta soberbia enfurruñada. Si Rivette, a la pregunta de qué era la puesta de escena, dijo que era lo que faltaba en el cine de Mankiewicz (por más que pueda ser discutible, en especial en sus cuatro últimas obras, y ‘El fantasma y la sra Muir’), desde luego no es algo que se pueda decir de Verhoeven.
Y ‘El libro negro’, a este respecto, es un exuberante despliegue de fluidez narrativa, un imponente tren tan arrollador como aquel de los hermanos Lumiere que atemorizó a los primeros espectadores. Si su anterior producción, ‘El hombre sin rostro’ (2000), la despedida de Hollywood, deparó su obra más desequilibrada, más insatisfactoria, en la que la vulgaridad carecía de ambigüedad, y las aristas subterráneas quedaron limadas por la priorización de la pirotecnia sin cuerpo, en buena medida por las injerencias de productores, en ‘El libro negro’, parece resarcirse, dando como resultado una obra de narrador orfebre. La obra, que coescribe con Gerard Soeterman, dando forma a un material que había quedado en el tintero más de veinte años atrás, cuando realizó ‘Eric, oficial de la reina’ (1997), transpira una plena armonía, una sensación de conjunto en el que no sobra pieza alguna, en el que todas se enhebran fluidamente.
Quizás por esa decepción sufrida por la industria Hollywoodiense, se da la circunstancia de que Rachel sea su personaje conductor protagonista con cuyo periplo dramático vital más empatiza. Aquí no hay ese extrañamiento de la espléndida ‘El cuarto hombre’ (1983), en la que conducía a su escritor protagonista al abismo, o no abundan los apuntes mordaces, satíricos, como aquellos noticiarios de ‘Robocop’ o los detalles absurdos de ‘Desafío total’. Suaviza las turbulencias de tono, narrando, con cortante precisión y ejemplar síntesis, el trayecto de Rachel (Carice Von Houten), judía que (tras ser testigo de cómo matan a sus padres y hermano, junto a otros judíos pudientes, para hacerse con su dinero y joyas) se une a la resistencia. Su principal cometido, o representación, será trabajar como secretaria para un importante oficial alemán, en cuya escenificación irrumpirá el sentimiento real, el amoroso, cuando se sienta atraída por el capitán Mantz (Sebastian Koch). Para, en otro giro de esta sucesión de escenificaciones, representaciones y carne de emoción y sentimientos desgarrada, ser considerada una traidora a la patria.
Ironías: te introduces en las letrinas hasta el fondo para combatir al enemigo, para luego ser embadurnada de mierda por aquellos por los que te sacrificaste (Verhoeven no separa líneas: mierda somos y mierda seremos, da igual nacionalidad o credo)El engranaje narrativo, construido sobre este contraste entre apariencias y carne (representaciones y emoción), fluye sin perder el resuello, deparando set pieces violentas admirables, como, entre tantas otras, el ametrallamiento a la balsa donde van los judíos pudientes, el atentado en la calle al agente holandés que les hizo caer en esa trama (en el que aplica con maestría el referente hitchcockiano de cuán difícil puede ser matar a alguien), o el asalto a la base alemana para liberar a los rehenes. Músculo que hace vibrar la ajustada flexión musical del trayecto dramático, una característica que también lo vincula, de nuevo, con Hitchcock (ambos transitan, con sus atributos diferenciadores, la salaz y demoledora perversión). Si era fundamental la gran banda sonora de Jerry Goldsmith en la obra maestra de Verhoeven, ‘Instinto básico’ (1992), aquí lo es la de Anne Dudley, engarzada con la piel de la narración como si fuera parte de ella. Una celebración del arte como exuberancia expresiva que al mismo tiempo es un contundente puñetazo en el vientre.
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