jueves, 11 de abril de 2013
Pierrot el loco
‘Velazquez dejó de pintar cosas definidas, se deslizaba entre los objetos, con el aire, con el crepúsculo, obtenía colores estremecedores de la transparencia oscura del fondo y los convierte en el centro invisible de su sinfonía silenciosa. Sólo extraía del mundo los cambios misteriosos para que las formas y los sonidos se mezclaran en una progresión continua que los sobresaltos ni los movimientos involuntarios pudieran detener. El espacio impera. Un soplo de aire planea sobre las superficies e impregna las emanaciones visibles para definirlas y modelarlas. Las propaga como un perfume, como un eco y las esparce por todas partes como el polvo imponderable. Vivía en un mundo triste’.
Son las palabras en off de Ferdinand (Jean Paul Belmond) que introducen, y definen, ‘Pierrot el loco’ (Pierrot le fou, 1965), de Jean Luc Godard. Ferdinand no sabe quién es, se siente muchos. Se siente desubicado de un mundo habitado por cretinos, un relato lleno de ruido y furia contado por un idiota, quizá (también) él mismo, porque como idiota se califica en el plano final antes de explosionar la dinamita que ha colocado en su rostro; idiota porque cambia de opinión en el último momento pero la dinamita le impide ver la mecha. Y un sobresalto en forma de explosión detiene la progresión, la vida, el relato.
Pierrot le llama Marianne (Anna Karina) con la que iniciará un viaje que es búsqueda y fuga y desvío y atropello y colisión y cambios (como cuando se cambia de surco y empieza una nueva canción). Pierrot era un mimo triste de la comedia del arte, que iba maquillado de blanco. Ferdinand se embadurna el rostro de azul cuando se va a autoinmolar. Ferdinand mira con los ojos tristes de una figura en una pintura de Modigliani. Pierrot también representa el orden, la ley, el mundo adulto, la represión. Ferdinand no quiere que le llamen Pierrot, Ferdinand es un niño que no quiere crecer, que quiere seguir a la deriva, viviendo en su imaginación, y protestando por una realidad adulta que es triste e insustancial.
Ferdinand deja atrás a su esposa, al empleo del que la han despedido, y del que le pueden contratar, y junto a Marianne, cuidadora de niños, se fuga, porque ahora es él quien necesita una cuidadora, es un niño que quiere seguir jugando, quiere sentir en su vida las palabras de Samuel Fuller cuando califica el cine como ‘una batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte, en suma, emoción’, porque necesita que su vida sea una película. El tránsito de la oscuridad a luz, a las historias de lo posible, o lo posible de las historias, que dote de acontecimiento, de sentido (todas las piezas encajan en su sitio) a lo que se vive.
Hay una sutil modificación en el escenario de la narración. La densidad de los primeros minutos se transforma en una ligereza, excéntrica, descentrada. Establecida la alianza, Ferdinand y Marianne se desplazan en coche, el espacio es la noche, les rodea la tinta negra, un espacio sin definición. La luz se hace: sin precisar la transición, la cámara se desplaza por la habitación de un piso, en una de cuyas camas yace un cadáver con la cabeza ensangrentada, sin que la cámara le preste especial atención, como si fuera un mueble más, hasta encuadrarles a ambos. Los personajes, cantan, los personajes escapan, ya son parte de una trama, de una historia.
Pierrot el loco es una comedia. Predominan el azul y el rojo en el vestuario, en objetos del decorado. Un uso del color que vincula con el cine de Frank Tashlin y Jerry Lewis, estremecimientos del color que arden sobre una oscuridad que Ferdinand siente que le va a engullir. Y las historias intentan evitarlo, conjurar ese vacío que absorbe como el maelström en ‘Arthur Gordon Pym’ de Edgar Allan Poe. O como si se fuera un personaje de cartoon al que no le afectan las explosiones de la dinamita marca Acme. Las historias se suceden, primero son pate de un thriller, con asesinatos, traficantes, persecuciones. Después se aíslan del mundo en una isla, con loros y zorros, como si fueran parte de ‘Los hijos del Capitán Grant’ o ‘La isla del tesoro’, de Julio Verne y Robert L Stevenson, respectivamente.
‘Pierrot el loco’ es una obra en gestación, en working in progress, que se busca, lanza brochazos al aire, como quien balbucea, prueba, ensaya, escupe, farfulla, divaga, y sobre todo se estremece, como un lenguaje en pleno parto, buscando esa sinfonía silenciosa, ese relato que se ajuste a la realidad que se quisiera pintar. Prenom: Pierrot. Pero el desajuste prima, siempre con la sensación de que te quedas en la orilla, sin zarpar, sin lograr que te corresponda quien quieres, y en cambio te declara su amor quien no te importa. La realidad traiciona, las frases no encajan, queda el espacio, los objetos, el aire, los juegos, una escurridiza armonía en la algarabía de tanteos para lograr definir y modelar esas emanaciones visibles, entre agujeros negros y destellos, y alguna canción cuya melodía logre hacer habitable un mundo triste.
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