jueves, 18 de abril de 2013
La tierra prometida
‘Es veinticinco centavos, es lo que pone el cartel, 25 centavos’ le dice una niña que vende limonadas a Steve (Matt Damon) tras que éste le haya dicho que se quede con el cambio, en una de las secuencias finales de ‘La tierra prometida’ (2012), de Gus Van Sant. Una secuencia aparentemente transitoria, pero crucial, para la decisión que tomará Steve en la secuencia posterior, y porque condensa la entraña de esta sugerente obra. Porque hay realidades que no se corresponden con lo que dicen los letreros, los rostros, las palabras, las promesas. Steve ha sido uno de esos rostros. Quizá él mismo, sin que tuviera consciencia, también engañado, porque era una víctima propiciatoria por su desengaño tras huir de un ambiente rural, que consideraba ya de tiempos pretéritos, después de que cerrara la fábrica que reportaba riqueza a la zona.
Ahora trabaja como vendedor para una compañía de gas natural, Global, junto a Sue (Frances MacDormand). Ambos son los rostros y palabras que persuaden y convencen a los habitantes de pequeños pueblos para que vendan sus terrenos para la prospección, asegurándoles que se harán millonarios con los derechos de perforación. Porque no hay mejor zanahoria, más sugestiva promesa, que el enriquecimiento, el dinero (y más cuando acucia la crisis). Aunque lo que se diga no se corresponda con lo que dice el cartel. No deja de ser curioso que, como la reciente ‘Efectos secundarios’ (2012), de Steven Soderbergh, incida en cómo la doblez de un sistema rapaz utiliza su imagen contraria. La imagen del lobo con piel de cordero, o las retorcidas estrategias de cortinas de humo, que en política fueron ajustadamente expuestas en ‘La cortina de humo’ (1997), de Barry Levinson. Hay que saber crear falsos conflictos, y enemigos inexistentes, cual representación, para de este modo conseguir la atmósfera emocional adecuada que elimine dudas y persuada, sin que hayan advertido el truco de manos, de que su decisión es la que debe ser. Distracción: El engaño parece estar en otra parte, no donde se realiza el truco. Retorcimientos.
También Van Sant sabe jugar con la apariencia de su narración, luminosa, pero dentro de unos parámetros nada rupturistas (aunque sutil en el uso de panorámicas, o en incluso saber crear gags con un desenfoque), bien lejos de sus heterodoxias estilísticas, de sus vaciados dramatúrgicos, como su trilogía de la muerte, ‘Gerry’ (2001), ‘Elephant’ (2003) o ‘Last days’ (2005), con las que pienso que superaba al cineasta que fue su inspiración, Bela Tarr, o de la descoyuntada, fragmentada, y magistral, ‘Paranoid park’ (2008). Aquí, la liviandad, de tono, tiene un punto de engañosa, como en la anterior ‘Restless’ (2011), un relato cuyo destino final, la muerte, estaba anunciado, sin que pudiera ser corregido, o revertido. Suponía la aceptación de una frustración, de una imposibilidad, porque el joven protagonista no podría evitar que la chica de la que se había enamorado fuera a morir. Como ‘La tierra prometida’ es el relato de una decepción, la de Steve con lo que él mismo representa, al asumir su erróneo planteamiento vital hasta entonces, como convencido esbirro de un sistema.
Los destellos, los que priman en el primer tercio, con los contrastes entre los recién llegados y la comunidad, o con la cálida naturalidad con la que se relata el proceso de enamoramiento de Steve y Alice (Rosemarie De Wit)t, no están exentos de sombras. Esas que se va revelando cuando Steve se enfrenta a sus prioridades de vida, a lo que quizá se pierde por seguir propiciando un desenfoque vital, casi obcecadamente (como refleja en su virulenta crítica, en el bar, a la mentalidad de los lugareños, o un puñetazo verbal que es respondido con un puñetazo literal), por dar por extinto algo que quizá sea, precisamente, donde reside la promesa de plenitud, si se le diera la correspondiente posibilidad (si se confiara en ciertos posibles). Ya parece que se vive en un mundo sin raíz, donde todo es virtual, donde nadie es lo que parece, porque prima la representación, la manipulación. No puedes saber ya cómo es con quien hablas.
El guion es de obra de los actores Matt Damon y Joseph Kosiniski, que parten de un argumento de Dave Eggers, quien, junto a su pareja, Vendela Vida, escribió el guión de la estupenda ‘Un lugar donde quedarse’ (Away we go, 2009), de Sam Mendes. Y ahí reside una cuestión nuclear, qué lugar eliges, qué lugar sientes como propio, qué lugar te define porque define la opción de vida que eliges. En una lúcida bifurcación de la resolución, dos personajes tienen la oportunidad de modificar su modo de vida, de dar un giro quizá radical. Hay quien lo aprovecha, se lanza y dice ‘Allá vamos’ (Away we go), y quien no. Hay quien prefiere llamar a las cosas por su nombre, y quien prefiere seguir dentro del tablero de juego, mostrando un rostro o un cartel que no indica lo que es en realidad. Y lo que marca la diferencia no es sólo una cuestión de dignidad, es algo más preocupante.
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