lunes, 22 de abril de 2013
La caza
No falla. O lo intuí. Al instante de ver que Lucas (Mads Mikelsen), el profesor protagonista de ‘La caza’ (Jagten, 2012), de Thomas Vinterberg, tenía una perrita, intuí que no acabaría viva. Así fue. En el género de terror, con psicópatas o asesinos acechantes de hogares, las mascotas siempre son las primeras en morir. Es la primera pieza sacrificable. Una convención que se ha convertido ya en recurso facilón, previsible. En este caso lo era porque ya tenía conocimiento de su premisa argumental: aunque no sean psicópatas o asesinos acechantes los convecinos que creen a pies juntillas que el relato de Klara (Annika Wedderkopp) la niña de cuatro años es cierto, y Lucas ha abusado sexualmente de ella y otros alumnos de la guardería donde trabaja, actúan como los susodichos en las películas de terror.
También el uso de esa convención es indicativo de que ‘La caza’ emplea recursos que tienen bastante de resortes o formulas reconocibles. Por ello, se queda en las superficies del terror, ese que surge de las mezquinas y retorcidas (re)acciones colectivas de ánimo estigmatizador, linchador o lapidador, que sí abordaron con más complejidad y potencia dramática revulsiva ‘Furia’ (1936), de Fritz Lang, ‘, ‘The sound of fury/Try and get him’ (1950), de Cy Enfield, ‘La jauría humana’ (1966), de Arthur Penn, ‘La hija de Ryan’ (1970), de David Lean, o ‘Juegos secretos’ (2006), de Todd Field. Estas sí eran obras que levantaban ampollas en las entrañas.Hay cortocircuitos en la narración. Desvíos o giros, sugerentes sobre el papel, pero que dispersan la continuidad dramática, y amortiguan sus potenciales aristas. Por ejemplo, los pasajes narrativos en los que Lucas desaparece de escena. No se visibiliza su breve estancia en la comisaría.
El punto de vista se traslada a su hijo, acogido por uno de los pocos amigos que sigue apoyando a Lucas. La idea, el relevo de perspectiva, resulta sugestiva porque se traslada al hijo adolescente, Marcus (Lasse Folgestrom), quien, tras la separación de sus padres, estaba en proceso de recomponer y reafirmar la relación con su padre, en proceso de enfocarle, de afirmar la imagen ejemplar (amenazada por la sombra del deterioro por la ruptura de la armonía familiar). La imagen de la ejemplaridad se ve agrietada, transfigurándose, a través de la mirada de otros, en su reflejo inverso, opuesto. Pero, desafortunadamente, no ahonda lo suficiente en esta línea. Y es más, también diluye la línea dramática, hasta entonces nuclear, de cómo afecta a Lucas la circunstancia de diseminación y desintegración de apoyo y cariño de todos aquellos que antes eran sus amigos, con las consiguientes preguntas de ¿ Con quién me relacionaba yo? ¿En qué grado nos conocemos? ¿Cómo me consideraban hasta ahora para de un día a otro considerarme un monstruo?¿Por qué estábamos juntos y compartíamos tantos momentos, los más cotidianos, como las celebraciones?
No basta con intentar recuperar la intensidad dramática con la muerte de la perra, así como un par de violentos enfrentamientos, en un supermercado y en la iglesia, como si se intentara recuperar ciertas vetas figurativas del western, del hombre solo ante el peligro (o la comunidad). Ya el desarrollo dramático parece un engranaje en el que se aplican resortes de un programa predeterminado.‘La caza’ también se queda lejos de ‘El cazador’ (1976), de Michael Cimino. Lucas, en los primeros pasajes, mata un ciervo en una partida de caza, pero a diferencia del personaje de De Niro en la obra de Cimino, no modifica su actitud, no parece haber aprendido sobre el ejercicio y padecimiento la violencia y la muerte, cuando de nuevo, en las secuencias finales, se encuentra en la tesitura de matar otro ciervo. Lucas, tras haber compartido esos ridículos rituales de virilidad de partida de caza y borracheras posteriores, se había convertido en la presa de otros cazadores (que antes eran cómplices: era uno de ellos), los de una comunidad que ya le veían como un monstruo, porque se supone que los niños no mienten.
Pero Lucas está dispuesto a disparar de nuevo al ciervo. Es una bala la que está a punto de matarle a él, porque hay un encono que no ha desaparecido pese a que aparentemente todo se haya apaciguado de nuevo, y todos se reúnan de nuevo para otra celebración o ritual, el bautizo como cazador del hijo de Lucas. Hay sombras que no desaparecen. Bajo las celebraciones siguen corroyéndose como la frenética agitación de insectos bajo la hierba en la secuencia inicial de ‘Terciopelo azul’ (1986). Lejos de la heterodoxia de esta, que nos desnudaba en nuestros simulacros, tanto ‘La caza’ como obras anteriores de Vinterberg, caso ‘Dear Wendy’ (2005) o ‘Celebración’ (1998), no sobrepasan ciertos planteamientos sugerentes (en este caso, poner en cuestión el desquiciamiento en que puede derivar, en la sociedad de hoy, la sobreprotección sobre los niños y las monstruosidades que propicia o revela), que parecen rompedores y poco complacientes con la barbarie de la civilización, cuya abyección y atracción por la violencia surge con pronta facilidad. Aunque quizá simplemente guste de la provocación, sin perder las formas ni dejar de lado las convenciones, aunque la mona se vista de atuendo punk.
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