viernes, 19 de abril de 2013
Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles
La vida está hecha de botones. En un momento dado falta uno, y el diseño se trastoca. Sería necesario un cambio radical, pero no es fácil transformar por completo ese diseño de vida, esa rutina. La inercia trastabilla. Los rituales sufren cierto seísmo, en principio, quizás imperceptible, pero una fisura se va extendiendo, deteriorando la superficie de la pantalla, del escenario, hasta que la imagen de la realidad sufre un cortocircuito. Te has precipitado en una hendidura de la que quizá no haya retorno. El trayecto de ese deterioro es el que relata la magistral ‘Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles’ (1976), de Chantal Akerman, a través de tres días de la vida de Jeanne (extraordinaria Delphine Seyrig), que en cierto modo podrían calificarse como sus tres últimos días, porque su vida ya no será la misma, será otra (o no será).
Durante tres horas y cuarto asistimos al minucioso registro de la actividad cotidiana de acciones domésticas, ordinarias (levantarse, asearse, preparar la comida, comer con su hijo adolescente, hacer la compra…), como viñetas que registran la respiración del instante en planos largos, sin cortes, sin compañía de música. La realidad, aparentemente, en grado cero. Aparentemente. Porque hay elocuentes elipsis y fueras de campos (parte de esa actividad cotidiana lo conforma la visitas de clientes: Sobre un plano de la puerta del dormitorio donde entran el cambio de la luz indica una elipsis temporal; en el encuadre, cuando salen, el rostro de ella queda fuera del mismo, como si ella no estuviera ‘presente’. Como si ya indicara, o ya fuera, ese botón que ha perdido, o que no encaja con el resto.
Cuando habla de su marido fallecido no hace mucho, se siente cómo se ha quedado atrapada en una distancia, como si algo se hubiera quebrado en su interior (en las dos conversaciones con su hijo, éste en la cama, ella está al fondo del encuadre, a su espalda, como si habitarán realidades distintas: en la primera conversación él alude al deseo de la mujer y cómo debería sentirse o expresarse, y ella le replica que él no sabe cómo desea una mujer; en la segunda él alude al sexo, pero ella reacciona tensa, elusiva). Esa ausencia de reencuadre también indica una rigidez. Como si se habitara la inmovilidad, una vida disecada. Lo que transpira armonía, serenidad, en los encuadres de Yasujiro Ozu, pese a reflejar desencuentros o desintegraciones un núcleo familiar, en la obra de Akerman, aun modulada también con un preciso compás, es amordazamiento vital.
Las modificaciones se advierten en pequeños gestos, en pequeñas variaciones en situaciones idénticas, incluso encuadres idénticos. De repente, no sabes qué decir en una carta, tu mente no parece responder. Una luz que dejas encendida, una olla que no cierras con una tapa, el contenido de una cazuela que no sabes en qué cesto o cubo tirar. Vacilaciones, como hubiera alguna disfunción en el mecanismo, un cortocircuito, los resortes no funcionaran y se hubiera perdido el paso. No es igual la presteza con la que albarda la carne, a la forma en que pelará las patatas, como si por momentos amenazara con desgarrarse la piel. Empieza a descomponerse, a perderse. Aunque repita frases a su hijo (no leas, come) la rutina parece alterarse (le hace esperar porque aún no están lista la carne con las verduras); en la cocina, cuando tiene que tirar las patatas, sus gestos vacilan, incluso va con la cazuela al cuarto de baño, como si por unos segundos se preguntara a dónde va, qué hace, cuál es el siguiente paso en su programa.
Se mira en el espejo (¿quién es?); en una fotografía en el aparador, ella junto a su marido fallecido (silencios que atropellan; como los que hierven cuando se sienta en silencio en el salón). La segunda vez que una vecina le deja el bebé al que cuida durante unas horas, le hace varios cariños, y ante sus insistentes berridos, en la cocina comienza a comer una tableta de chocolate. En su interior también se intuyen berridos. Las inercias se contrarían: un cliente no acude a la hora; en el café al que suele ir el sitio en el que suele sentarse está ocupado. El extrañamiento se aposenta como si una leve sombra fuera, progresivamente, incrustándose en la narración, hasta que en sus últimos instantes, en el lugar que era fuera de campo, la fisura que no encajaba, el botón que evidenciaba una ausencia, un quiebro en el diseño, ahora se visibiliza y la fisura se transforma en filo que rasga un telón para convertirlo en lágrimas de desolación, de definitivo extravío.
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