viernes, 26 de abril de 2013
Cita en Bray
‘Cita en Bray’ (Rendez vous á Bray, 1971), de André Delvaux, es una cautivadora cita con la poesía de las incógnitas, con la música que nos desliza hacia el incierto territorio de los sueños. O de la realidad que se restriega los ojos mientras se sigue preguntando si está soñando o ya ha despertado. La Fourgerie no es Manderley, es una ‘terra incognita’. Una mansión que parece aislada del mundo, o quizá aparte; los escasos habitantes con los que Julien (Matthie Carriere) se cruza se muestran huidizos. Julien acude a una cita que resulta una espera en suspensión, como una fisura hacia su pasado, hacia los recovecos de su propia mente, quizá enfrentada a lo no resuelto, a lo no realizado, a lo que vitalmente ha dejado en suspenso, porque, durante su vida, ha permanecido ‘apartado’, aislado, como esa mansión.
Julien (Matthie Carriere) recibe una carta de su mejor amigo, Jacques (Roger Van Hool), a quien no ves desde hace tres años, desde el comienzo de la guerra, desde que este se alistó en las fuerzas aéreas, para reunirse con él en esa mansión, que solo habita una sirvienta, Elle (Anna Karina). Jacques se demora. Julien, en la espera, evoca momentos del pasado, en los que se perciben espinas: el hecho de que el otro se alistara y él no, orgullos de clase o de posición, indecisiones vitales, sentimientos y deseos difusos. Julien es, o ha sido, pianista, pero ahora escribe, como periodista, sobre música. En esta exquisita adaptación de una novela de Julien Gracq, Le roi Cophetua (El rey Cophetua), la realidad, el sueño y la imaginación se enredan, envueltos en una música hipnótica, las composiciones, de Brahms, Fauré o Drevere, que se escuchan en la banda sonora, o que interpreta el propio Julien al piano. El relato se va deslizando cual si fuera un canto de sirenas, movimientos, variaciones, de una sinfonía de atracción hacia la incógnita, que acaba haciendo cuerpo (en) Elle, ella.
En ocasiones, los contraplanos corresponden a tiempos distintos, incluso en mitad de una conversación, como hay rostros que hacen dudar de que quizás haya evocaciones que más bien suceden en la imaginación de Julien, que recompone o proyecta. Este observa la sombra oscura de Elle en la ventana. La transición se realiza a una proyección de una película muda con Fantomas y Juve y una dama amenazada o rescatada, otras sombras en otra pantalla, a las que acompaña al piano Julien, proyección a la que asisten Jacques, y Odile (Bulle Ogier), una mujer entre medio, aunque Julien no quería sentirse en esa ecuación (pese a la sugerencia, o invitación, de Jacques), como tampoco debajo, pianista al servicio de los ricos. Odile relata lo que acaban/acabamos de ver, y la historia empieza a parecer enredarse con el difuso presente de Julien, cuando la transición se realiza de nuevo a las sombra de Elle desplazándose en el interior de la casa, ante la mirada de Julien.
En cierto, ambos se miran en el reflejo del espejo. Se sonríen. Quizá La fougerie sea el espacio de un sueño, ese en el que se da cuerpo a lo que no fue capaz de realizar, de dar música, en su pasado, nunca capaz de pasar a la acción, de ir a la guerra, de decidirse a mostrar su deseo (por Odile). Quizás. A través ese incierta música se desliza esta bellísima obra que hace honor a la conjugación cautivar. Es una película que prende, como sus dos excelsas anteriores obras, ‘El hombre del cráneo rasurado’ (1965) y ‘Una noche, un tren’ (1968). Hay películas que son música. Cierras los ojos, dejándote mecer, y sueñas, o quizás despiertas.
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