jueves, 14 de marzo de 2013
La llegada de la primavera
‘La llegada de la primavera’ (Haru no mezame, 1947), de Mikio Naruse, te hace sentir que te enroscas como una bola y giras, restregándote, sobre la hierba que huele ‘caliente’. Como sentir que unos versos te encienden, y te hacen sentir que te elevas hacia esas nubes que contemplas en el cielo, de donde te llega una luz que acaricia tu piel como los versos tus entrañas. Los adolescentes que protagonizan ‘La llegada de la primavera’ sienten cómo sus cuerpos se estiran, cómo las prendas que usaban hace un año ya son demasiadas pequeñas. A sus cuerpos llega la primavera, conmociones y agitaciones que son seísmos, y comienzan a arder las hormonas, y las preguntas. Hay quien observa que aquel a quienes sus padres educaron familiarizándose con la desnudez, no es víctima de pensamientos retorcidos con respecto al cuerpo. Como que la vergüenza es fruto (podrido) de la educación.
Porque esos primeros pasos, esas exploraciones, colisionan con unas tradiciones que se convierten en obstáculos, que incluso enturbian y dificultan la espontanea expresividad. El amor verdadero, como ya algunos padres indican (o más bien como el que avisa de una condena inevitable) chocará con la ‘razón’ (que no es sino los corsés de una tradición) y los imperativos paternos. Las chicas se quejan de su periodo, y de que las mujeres deberían ser tan importantes como los hombres. Pero la educación o la moralidad predominante las relega a que sólo piensen en el matrimonio, y en los hijos que posteriormente deberán tener. A las preguntas de cómo se tienen hijos, la respuesta es ‘cuando te cases’, sin resolver la interrogante del cómo. Por eso, aunque el deseo abrume, como llamaradas que pugnan por brotar del cuerpo, cuando se da el primer beso, el desconcierto propicia la parálisis y la huida.
Porque hay un vacío de educación, un territorio desconocido cuando dos cuerpos entran en colisión: La extraordinaria elipsis sobre el rostro de Yumiko, sin que cambie la expresión de su rostro, la de la interrogante, de ella sosteniendo un bebé a otro ya en su habitación. Y es que el resultado de esa elipsis, que es más bien omisión educativa, puede ser encontrarte embarazada, como una compañera de colegio. Hay un salto de la niñez a convertirse en adulto, en la que falta guía y asistencia, como asunción, por parte de algunos padres, de que el niño ya no es niño. No hay sino preceptos morales, amenazas de estigmas o sanciones, tradiciones que convierten a las edades de la vida en compartimentos estancos. Abstracciones que no saben del cuerpo, e incluso lo niegan. Si no se tiene esa guía, como bien indica el doctor, propiciaría que el impetuoso tren del cuerpo adolescente se descarrile.
Seis adolescentes protagonizan esta sublime obra, quizá la que mejor haya retratado esta fase de la vida, con una naturalidad, y una amplitud de perspectiva, tan admirable como cautivadora, luminosa en su manera de corporeizar el despertar de unos sentidos, de trazar las preguntas y escollos que cartografían el mapa de los que comienzan a navegar en la vida. Hay una relación, en los primeros compases, la que mantiene la sirvienta de una de las chicas, que les sirve de referencia, de pantalla sobre la que ya contrastar sus interrogantes, los valores que predominan en la sociedad, los riesgos que puede acarrear el dejarse llevar por el deseo, por la naturalidad, por hermosa y deseable que sea. El exuberante alud de sensaciones y deseos que convulsionan sus cuerpos se confrontan con un código de circulación, con sus infracciones y penalizaciones: Hay que suspender el deseo hasta la boda; si no lo haces, como la sirvienta, te ves condenada a la verguenza.
El mundo de los adultos tiene celdas, zanjas en las que puedes precipitarte. Más que aprender a cómo articular tus deseos y tus sentimientos, parece que debes aprender cuál es el código de circulación, aunque implique reprimir lo que te hace elevar, sentir el fluir de la corriente del agua, la risa, la imitación del balido de una cabra, los trazos de un dibujo, las estrofas de un poema, la hierba que trazas con tu cuerpo como si fuera la estrofa de un verso mientras ríes y te sientes fluir como el agua, pero cuando te besan sientes que aún no sabes imitar el balido de la cabra como debieras, que la naturaleza se ensombrece con lo que aún ignoras, y con lo que temes, como las tormentas: la desesperación en la pregunta, en la secuencia posterior, de Yumiko a su madre: ¿Cómo se tienen los hijos?. Son las preguntas, que siempre serán disidentes, las que desafían a un entorno que abusa de elipsis que enquistan con los ropajes de la vergüenza, aquellos que distancian de la luz de la desnudez de los cuerpos fluyendo en el agua de los sentimientos y el deseo desplegado como una sonrisa de luz. Como la hierba que huele ‘caliente’.
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