viernes, 22 de marzo de 2013
Desterrado de las islas
‘El desterrado de las islas’ (Outcast of the islands, 1951), de Carol Reed, adaptación de una novela de Joseph Conrad, es como introducirse en las alcantarillas de la aventura. Si Harry Lime (Orson Welles), en la obra precedente de Reed, ‘El tercer hombre’ (1949), encarnaba la degradación del héroe, su reverso miserable, la podredumbre real que deja en evidencia la fascinación por los héroes de pacotilla que reflejaba en sus relatos del Oeste su patético amigo, Holly (Joseph Cotten), quien no sabía que su amigo ya estaba muerto aunque aún estuviera vivo. La vida es una noria, habitada por ingenuos incapaces de ver, cegados por las proyecciones, las fascinaciones y las sugestiones, o por mezquinos y cínicos aspirantes a demiurgos (que no son sino el fango de donde no parece que hayamos aún salido). No deja de ser irónico que quien encarnaba en ‘El tercer hombre’ el referente de una firmeza moral (que es consciente de la amputación de la inocencia), Trevor Howard, encarne aquí, en Willems, a un equivalente, en cierta manera, de Lime. Willems también decepciona a alguien. En ‘El tercer hombre’, Lime a la mirada mitificadora, fascinada, de su amigo. Habrá un proceso inverso en la posterior ‘Se interpone un hombre’ (1953), del recelo a la empatía, en la relación de quien proyecta, Claire Bloom, y la figura/pantalla sobre la que se especula, James Mason, cuyo personaje, por otro parte, en ‘Larga es la noche’ es también una pantalla, a la vez que una sombra, herida, por lo que representa para los diversos personaje.
En ‘El desterrado de las islas’ Willems traiciona la confianza de quien fue siempre su valedor, casi su instructor en la vida, el capitán Lindegard (Ralph Richardson), quien le da una nueva oportunidad tras que haya sido despedido, por corrupción, de una empresa naviera. Y le acoge en su secreto reducto, en una isla remota que es de difícil acceso (el cual está celosamente mantenido en secreto para que no sea asaltado por piratas). Ese complicado acceso, ese recorrido, zigzagueante, rebosante de escollos, de rocas que hay que sortear, algunas incluso difíciles de percibir, de visibilizar, porque no se aprecian hasta acercarse a pocos metros de distancia, corporeiza el trayecto narrativo de esta obra áspera, incómoda, turbia.
No hay procesos de redención. El entorno natural no representa el conciliador contraste con la corrupción de la civilización. El amor o el deseo no se convertirán en la encarnación luminosa que reconstituya, que reencuentre al extraviado Willems (no es el Edén encontrado, como para el personaje protagonista de ‘Rebelión a bordo’). Más bien el deseo que siente por Kemira se convertirá en el detonante de su caída libra, de su inmersión definitiva en los remolinos de la degradación, de la corrupción. Su hastío, su falta de incentivo (su forma de moverse en el poblado, como un reptil que no sabe qué hacer consigo mismo, sus miradas lúbricas a Kemira, en las que transpira la sensación de que es una espita para su sumidero vital: qué logrados están esos pasajes de sofocada intensidad) revienta cuando da rienda suelta a su deseo, y se convertirá en el filo que abra la hendidura de la traición, y abra acceso a los que asalten y destruyan el poblado, torturando a sus habitantes (las tinieblas de lo primitivo: el ejercicio de la crueldad).
Willems se convertirá definitivamente en un desterrado (las secuencias finales enfrentado a su instructor moral son turbiamente desazonadoras: el uso del entorno natural, escarpado, de la lluvia, acrecienta esa sensación de extravío, de condena definitiva). Graham Greene encontró un afinado colaborador en Carol Reed, lo que se materializó en tres estimulantes obras, ‘El ídolo caído’, ‘El tercer hombre’ y ‘Nuestro hombre en la Habana’. Más allá de la traslación a Vietnam de ‘El corazón de las tinieblas’ en ‘Apocalipse now’ (1979), de Francis Coppola, o ‘Lord Jim’ (1964), de Richard Brooks, pocas obras de Joseph Conrad, como esta, su segunda novela (publicada en 1896), han logrado una adaptación tan sugerente. Quizá no haya película de aventuras más antipática que ‘El desterrado de las islas’, pero ahí radica la eficacia de su falta de complacencia, su escarpada distinción.
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