viernes, 15 de marzo de 2013
Anna Karenina
En ‘Vania en la calle 42’ (1994), de Louis Malle, los actores entraban en el teatro, se ponían a charlar y sin que se remarca una transición su conversación ya era el diálogo de los personajes de la obra de Anton Chejov, ‘Tío Vania’. No hay decorados, no hay vestuario de época, sino la entraña de un poderoso drama que transciende cualquier escenificación, porque las emociones que sangraban aquellos rostros no pertenecen a un solo tiempo. Era (se representaba) el temblor y forcejeo de unas entrañas al desnudo cuando ya no pueden fingir más que su vida se ha convertido en una pieza inacabada en permanente suspensión, en un escenario que transitan como resortes. En ‘La ronda’ (1950), de Max Ophuls, alguien que se interroga sobre su misma condición, si narrador o transeúnte, o quizá mera representación de nosotros, los espectadores, nos introduce, en la ronda de relatos de sucesivos duetos amorosos, con cambio de parejas, de la que se compondrá la narración, entre focos y decorados que desvelan su condición de tales, como si fuéramos testigos de las tripas de la representación, la que se desvela cuando se revienta las entrañas del muñeco de trapo de la ilusión del deseo.
En ‘Anna Karenina’ (2012), de Joe Wright no hay narradores ni actores que nos introduzcan en el mundo de la ficción, de la escenificación. Directamente, nos encontramos en un escenario teatral. En ocasiones, los personajes contemplan a otros desde las bambalinas, o conversan entre ellas, como somos testigos de cómo se modifica un escenario, caso de ese movimiento de cámara casi circular, que emula el inicial de la obra de Ophuls, en el que el decorado de unas oficinas es transformado en el de un restaurante. La carreras de caballo tiene lugar sobre el escenario, o el decorado de fondo al abrirse puede posibilitar que el personaje se encuentre ante las llanuras heladas (como si materializar su deseo de huida, tras la decepción amorosa, como es el caso de Levin). La premisa del juego tiene su atractivo, como no carece de sustanciosa coherencia cuando, como recalca el director, se quiere evidenciar cómo el tejido de esa sociedad se trama y configura sobre el fingimiento, la doblez y la hipocresía. La alternancia se realiza de modo fluida, las junturas narrativas no chirrían, ese destripamiento del artificio no lastra el despliegue dramático.
Pero tras un arranque prometedor, incitador, la narración y el drama se estancan, y la lustrosa cerámica del engranaje progresivamente se desportilla. Primer lastre: Un escenario por mucho que lo decores con deslumbrantes ornamentos depende de la gracia de sus moradores para que no se convierta en una mera vitrina de museo. Escollo fundamental es la poco afortunada elección de Aaron Taylor Johnson como el Conde Vronsky. No es que esté lejos (a años luz) de la ductilidad expresiva o del carisma de Fredric March en la versión que realizara Clarence Brown en 1935, y en la que March eclipsaba a Greta Garbo, y que sea una versión juvenil de la virilidad adulta del Vronski de la obra de Tolstoi. Es que su presencia es como si un elefante irrumpiera en estampida en una exposición de porcelana. Ese casquete de rizos como peinado me hacía evocar a aquel forzudo que amenazaba a los Hermanos Marx en ‘Una tarde en el circo’ (1939), de Edward Buzzell, con esa sensualidad de arrabal de un David Bisbal vestido de gala. Además, no exuda química por ningún poro la atracción que se gesta entre él y Anna (Keira Knightley).
Y si esas llamas, que son las que carbonizan con su sofocación el desarrollo dramático, no se expanden porque no se sabe cómo crear fuego, sólo queda el olor del gas, que amenaza con difundir el tedio, los espasmos del mecanismo, de un juego escénico cuyo encanto termina cuando se acaba la cuerda, y esta acaba pronto.Tampoco Knightley está especialmente acertada, casi diría que desencajada, como si no lograra dar cuerpo al personaje, o aún estuviera presa de las agitaciones de la paciente que interpretó en la sutil y espléndida ‘Un método peligroso’ (2010), de David Cronenberg. Aquí no es la sutilidad la que resplandece. Segundo escollo: Wright tiende en exceso al brochazo. Más comedido en ‘Expiación’ (2007), aunque en su segunda parte, tras la elipsis temporal, comenzara a deshilvanarse y perder cohesión dramático, ya había dado muestras en el thriller ‘Hanna’ (2011), de cierto gusto por el desaforado exceso y el extravío dramático. Pero aquí, aún de modo más acusado, da la sensación de que perdiera las riendas, y de que la narración se le desboca.
No acaban de armonizarse los dos trayectos dramáticos-sentimentales en dirección inversa, los de las relaciones amorosas de Ann-Vronski y de Kittie-Levin (Domhnall Gleeson, hijo de Brendan aunque aquí parezca más del Donald Sutherland barbado de ‘El fabuloso mundo de Alex’, 1970, de Paul Mazursky). Hay quien señaló, como halago, que le recordaba el estilo de Ken Russell. No es desacertada la asociación, aunque no comparta la valoración.Ese histerismo, ese tosco énfasis, aunque sin llegar a los extremos de febrilidad del hacedor de espantos Baz Luhrman, se hace evidente en dos secuencias fundamentales que marcan el desarrollo dramático. Primero, la secuencia en la que Anna y Vronski comparten su primer baile, la consolidación de una atracción que ambos no son capaces de rehuir. La agitación de los movimientos de cámara, en crescendo, no logran corporeizar esa convulsión, ni la que hay alrededor, y afecta a otros personajes, como a Kittie (Alicia Vikander), enamorada de Vronsky. Queda más bien como la mueca exagerada, a través de esa crispación de movimientos de cámara y montaje corto.
La otra es aquella en la que su amor queda en evidencia de modo público, en la secuencia de la carrera de caballos, cuando él sufre un accidente, y ella no puede contener el grito de apuro y consternación. De nuevo, los planos se suceden como si fuera el crescendo de un redoble de tambor, pero no vibra la emoción, sólo la percusión de una gestualidad que se pierde en el vacío. Como se explicita el cuerpo triturado del trabajador bajo las ruedas del tren, pero no se logra extraer toda la resonancia simbólica y emocional que implicará para el personaje (y por tanto su mirada) de Anna, considerando cómo muere: Es ese el trayecto cuya vía férrea dramática no se logra construir entre ambos momentos. Sólo Jude Law, como el marido, Karenin, insufla algo de densidad, de centro de gravedad dramática. Su personaje poco tiene que ver con el altivo que encarnaba Basil Rathbone en la versión de Brown, y que encarnaba la inclemente reacción del entorno hacia Anna. Aquí, apuntalado por su vestuario, asemeja más a un sacerdote que representa cierta integridad moral zaherida. Su plano final, en un exuberante prado, me recordaba a los planos de un anuncio de desodorante. No es que esta película sea un spot de ese estilo, es que es un desodorante.
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