lunes, 25 de febrero de 2013
The sound of fury
Hay películas, como ‘The sound of fury/Try and get me’ (1950), de Cyril Endfield, que parecen hurgar en esa herida que indica que no tenemos solución. Esa herida es ese sonido de la furia que brama en las sobrecogedoras secuencias finales, quizá de las más descarnadas realizadas en una producción estadounidense. Como ‘Furia’ (1936), de Fritz Lang, se inspira en los linchamientos que acaecieron en 1933 en San Jose, California, cuando una jauría humana linchó a los secuestradores y asesinos de Brooke Hart. La película de Lang no sólo desentraña el horror de ese tumor del instinto que es ‘la venganza es nuestra’, de la barbarie del ciego populacho que permite el desbocamiento de la bestia que hay en nosotros gracias al anonimato en la indiferenciada masa, sino que acentúa su despropósito con la condición inocente de aquel a quien linchan , como reflejo de un país de tinieblas morales corrompidas que convierte al inocente en un espectro vengador, o en un maldito que se ve abocado a la actividad delincuente en la posterior, e igual de demoledora, ‘Sólo se vive una vez’ (1937).
La obra de Endfield, con guión de Joe Pagano, que adapta su propia novela, ‘The condemned’ (de la que Endfield y Pagano eliminaron pasajes demasiados ‘didácticos’; es decir se logró limar la verbalización excesiva del substrato de ideas para hacerla textura, cuerpo narrativo), se centra en dos reales culpables, pero especialmente en uno, en Tyler (Farnk Lovejoy). En sus dos primeros tercios, la película nos narra su proceso de ‘degradación’, de inmersión en el abismo, cómo se ve abocado, por su precariedad material, por necesidad de supervivencia, ya que se va viendo sumido en la desesperación, en un margen cada vez más lejano de la estable vida normal, en otros márgenes, los de las sombras de lo proscrito, la actividad de delincuente, participando en robos, cuya culminación, o vórtice abisal de caída irrevocable, es ese secuestro.
Tyler es un hombre corriente, con esposa, Judy (Katleen Ryan) e hijo, que carece de trabajo. Sus problemas, para poder disponer del mínimo sustento de alimentación, son tan acuciantes que decide aceptar la propuesta, a la que en principio se muestra reticente por escrúpulos morales, que le realiza Slocum (Lloyd Bridges). Este no deja de encarnar o representar el lado siniestro de una sociedad seductora que ofrece, vende, éxito, ser el mejor, en donde lo importante es la imagen que proyectas (con la que te presentas, como la sociedad del consumismo) manifiesto en las secuencias en que es presentado Slocum, haciendo alardes de sus habilidades con los bolos, y después, en la habitación, alardeando de su figura , de su físico, rociándose el cuerpo con perfume, tratando a Tyler (del que sabe su necesidad) como si fuera un vasallo (indicándole que le ate los botones de la manga de su camisa de sed), en lo que es un auténtico y sibilino proceso de seducción para ‘reclutarle’ como cómplice.
El estilo narrativo, y visual, áspero , de un grisura supurante de sombras, de estos pasajes, está tiznada de una cotidianeidad de luz que hace entrecerrar los ojos, como si la vida ordinaria dañara, como si se fuera descosiendo, y fuera la noche, cuando realizan sus acciones delictivas, cuando encontraran el momento de lograr encontrar esa fisura o hendidura en la que poder extraer su beneficio que les permita reencontrar la luz. También es admirable cómo la narración se desvía para centrarse puntualmente en personajes secundarios como Hazel (Katharine Locke), una de las dos amigas que le presenta Slocum: Para Hazel, que no sabe que está casado, Tyler se convierte en la representación de un sueño romántico realizado, ese hombre que anhelaba encontrar. Pero es una falsa ilusión, como esa vida de delincuencia para Tyler, ya sumido en la desesperación y los remordimientos tras el asesinato que cometió Slocum (en la que un desgarrador primer plano de Tyler, cuando escucha cómo Slocum machaca con una piedra la cabeza del secuestrado, marca ese cruce de un umbral del que no hay vuelta atrás sino inmersión en los abismos). Por ello, ante Hazel, que lo ve como la promesa de un sueño, Tyler, revienta ante el reflejo de su propio engaño, como si rasgara la pantalla con el vómito de su desolación.
Las últimas secuencias, las del linchamiento, son de una crudeza inenarrable, con un empleo, además del sonido, portentoso. El montaje alterno de los planos de ambos, Tyler y Slocum, cada uno en su estrecha celda, y el de esa masa ciega que asciende por escaleras y pasillos de modo inmisericorde, implacable y avasallador, es uno de los pasajes más sangrantemente dolientes y terribles vistos en una pantalla. El silencio posterior no es sino el del abismo que nos ha devuelto la mirada. Al año siguiente, Endfield, fue calificado como comunista por el Comité de actividades norteamericanas, y estigmatizado en la lista negra de Hollywood. También fue linchado. Abandonó Estados Unidos, donde no volvería a trabajar. Pero siguió realizando espléndidas obras en Gran Bretaña, como ‘Ruta infernal’ (1957) y ‘Zulú’ (1964).
Pues a mí me parece totalmente necesario que nos tomemos la justicia por nuestra mano cuando "La Ley" no se encarga de administrarla debidamente, cosa que sucede a todas horas. Es verdad que no me veo formando parte de una turba enloquecida porque es algo que me repugna de forma instintiva, pero sí creo que sería capaz de apretar un gatillo si las otras vías legales no hubieran dado resultado. Cualquier cosa antes de que ganaran los malos, ¿no cree usted?
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