martes, 19 de febrero de 2013
Ladrón de bicicletas
En ‘Ladrón de bicicletas’ (Ladri di biciclette 1948), de Vittorio De Sica, Antonio (Lamberto Maggoriani) persigue una gorra de soldado alemán. El ladrón de su bicicleta, la herramienta que posibilita que puede disponer del empleo que tanto le ha costado conseguir para poder mantener a su familia, a su esposa, María (Lianella Carell), y su hijo, Bruno (Enzo Staiola), es como el eco de la pasada guerra, que finalizó tres años antes, la huella que aún no se había superado, de la que aún quedaban otras ruinas, que no sólo eran la de los edificios por las bombas, sino la de la pobreza y el desempleo, ya manifiesto en la primera secuencia en la que varios desempleados, en un espacio que pareciera arrasado, esperan que les ofrezcan algún trabajo. Antonio, que permanecía aparte como quien ya no espera que la suerte le sonría, es uno de los pocos afortunados a los que se le ofrece la oportunidad de salir del agujero de la miseria. Pero necesita la bicicleta para desplazarse por la ciudad, con la escalera, para pegar carteles en las paredes. Primero, necesitará desempañarla, para lo que empeñan un juego de mantelería y sábanas (no puede haber mejor imagen que condense la precariedad generalizada como esa lenta panorámica que sigue al empleado que asciende, para colocar la mantelería, en una alta estantería plagada de similares objetos. Pero si lo poco que tiene, se lo quitan, la bicicleta, es como si le quitaran la escalera con la que empezaba a ascender desde el sumidero en el que sentía ahogarse, para precipitarse en el vacío.
‘Ladrón de bicicletas’, basada en la novela de Luigi Bartolini, adaptada por Cesare Zavattini (en el guión también colaborarían De Sica, Suso Cecchi D’Amico, Oreste Biancoli, Adolfo Franci, Gerard Guerreri), narra una odisea para poder mantener el hogar aún en pie. Antonio busca desesperadamente por la ciudad su bicicleta, acompañado de su hijo, Bruno. La película busca plasmar el fragor de una realidad que es un hervidero, una realidad precaria. Un grado cero de realidad en la que la poesía no parece tener lugar, compuesto de compartimentos en los que la realidad se escurre. Un laberinto en el que abundan los callejones sin salidas, o los resquicios entre los que se fugan las figuras, que parecen intercambiables. ‘El Ladrón de bicicletas’ busca plasmar ese pálpito de realidad en el que los personajes se desplazan como hormigas en un cuadro del Bosco, en el que luz no permite distinguir personas y espacios.
Es la obra emblemática del Neorrealismo, nada de decorados de estudio, así como actores no profesionales (Lamberto era un obrero que trajo su hijo a una de las pruebas). Pero la obra se vertebra con las pautas del melodrama, ejemplificadas en la extraordinaria banda sonora de Carlo Montuori. El sentimiento atraviesa como una herida la realidad indiferente. El resuello desesperado de Antonio va poseyendo la narración, como una urgencia que no logra encontrar a un Minotauro (con gorra de soldado alemán) que ya no sólo tiene un rostro sino el de muchos en un laberinto que parece ampliarse a medida que se desplaza en su interior, y cuya culminación es la espléndida secuencia final en la que dirime consigo mismo que si ya que le ha resultado imposible encontrar la bicicleta, si la realidad se ha escurrido entre sus dedos, como el pasado aún emponzoña un presente atravesado de heridas aún recientes, quizá debe enfrentarse a esa realidad, y robar esa realidad que se le niega. Porque al fin y al cabo si se la han robado es porque hay muchos como él, de ahí que el robo de bicicletas se haya convertido en todo un negocio. Todo parece depender de la suerte, de lo aleatorio. Antonio, como todas esas figuras con las que se confunde en ese plano final (homenaje por otra parte de De Sica a su admirado Charles Chaplin), no es sino un cuerpo más que busca su sustento entre las ruinas para evitar desaparecer, para no convertirse sin remisión en otra ruina.
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