lunes, 4 de febrero de 2013
El séptimo sello
El guerrero y el comediante. El primero vive en la orilla de la vida, o quizá no vive, porque su pensamiento parece acuciado por una angustia, una interrogante que enajena su goce del presente, qué hay más allá de la muerte. Deja pasar la vida, entregado a las cruzadas, a los forcejeos de las ideas, porque a la vez teme que no tengan sentido final, que todo concluya en la nada. ¿Para qué, entonces, tanta lucha? Es alguien que vive su vida como una permanente prorroga para una muerte anunciada, mientras transita la vida cual espectro durmiente. En ‘El séptimo sello’ (Det sjunde inseglet, 1957), de Ingmar Bergman, Block (Max Von Sydow), un cruzado que retorna a tierras suecas, despierta en la orilla del mar (como una figura abandonada que no sabe si despierta del sueño, o quizás siga en uno); la aparición de la muerte (Bengt Ekerot), no es su contraplano, sino su plano; primero vemos a la Muerte, ante él, después a Block percatándose de sus presencia (vive a rebufo de la muerte, figura errante siempre por detrás de la vida). El desafío de una partida de ajedrez define su existencia, una prorroga para el fin de su cruzada vital (bailar al son de la danza de la muerte).
Jof (Nils Poppe) es un comediante que viaja en su carreta, con su esposa, Mia (Bibi Andersson) y su bebé. Cuando despierta tiene otra visión, pero en esta primero es el plano, la mirada, de Jons, y después lo que parece una visión, asombrosa, una mujer y un bebé en el bosque. Su mirada no está replegada, en su retiro de la vida, en su ensimismamiento, en su inmovilidad, como la de Block, sino que se despliega, a ras de suelo, con la vibración de los sentidos, con la irradiación de la luz, con contorsión de los gestos. En su horizonte hay nacimiento. No tiene que ver con esa severidad del porte del caballero, de la angustia engarfiada en sus dudas: el cabello rubio de Block le hace asemejar a una variación del Hamlet shakespeariano: Block también vive entre el ser y no ser, aunque no habla a una calavera, sino con la misma Muerte. A Block no le importa morir, pero sí le angustia que no haya Nada. Los comediantes son como el contrapunto que evidenciaba en ‘Hamlet’ con su representación la ‘representación’, el ‘drama’ que acaecía en el castillo de Elsinor, o las absurdas dramatizaciones en las que desperdiciamos nuestras vidas. En este caso la vida que se niega Block absorto con sus angustias sobre el sentido de la vida y la posible falta de finalidad de la misma, mirando hacia el horizonte en vez de a lo que le rodea.
Ambas figuras tienen su contrapunto: Block su escudero, Jons (Gunnar Bjornstrand), cual lúcido y realista Sancho Panza frente al caballero enajenado, como Don Quijote, por las fantasías y las ideas, por las cruzadas que doten de sentido al viaje de su vida. Y Jof, su compañero comediante Skat (Eric Strandmark), quien precisamente porta la máscara de la muerte en un momento dado, en quien se refleja el contrapunto grotesco de las relaciones afectivas, la comedia bufa en la que derivan los forcejeos de los sentimientos y de los deseos, en la que se refleja la naturaleza voluble y caprichosa de la naturaleza humana. Quizá no haya nada después, pero también en el ahora puede primar la nada, la de la trivialidad y la inconsistencia de la criatura humana, irrisoria, que danza sin gracia, con torpe coreografía, con sus sentimientos. ¿Para qué tanta lucha en nombre del deseo y el sentimiento, cuando quizá sólo nos desperdiciamos en meras lides de egos, en una ridícula danza de muecas?
El guerrero y el comediante son dos miradas que realizan el trayecto por separado, que por un momento convergen, para después separarse. Block no encuentra respuestas a la quemazón de sus interrogantes, que siguen presionando sus párpados. Jof se afirma en el regazo de la calidez que emana del vínculo con Mia y su bebé, una sonrisa de verano, un manantial de piel que se estira. A diferencia del profesor Borg de ‘Fresas salvajes’ (1958), que realiza un trayecto a cuya conclusión varía la perspectiva sobre sí mismo, y modifica su mirada, Block no sigue la senda de quienes aún saben degustar las fresas salvajes (como en un momento las degustan con él) de la celebración del instante, al acecho del próximo temblor de vida, la vida que nace y se anuncia en cada segundo, como un despertar que no cesa.
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