jueves, 21 de febrero de 2013
Corazón cautivo
‘Corazón cautivo’ (The captive heart, 1946), de Basil Dearden, producción de la Ealing, es un sentido homenaje a aquellos soldados británicos que, durante la guerra, permanecieron cautivos en campos concentración durante años, cuatro en el caso de los protagonistas de esta obra, desde que fueron capturados a mediados de 1940 tras ser derrotados en los alrededores de Dunquerque. No sólo los cuerpos permanecieron cautivos, sino también el corazón. Entre las películas que conozco de Dearden, entre las que destacaría ‘Víctima’ (1961), no hay película con resolución tan emotiva, tan catártica, como si la emoción frustrada, desolada, largamente prisionera, lograra liberarse.La película incide, por un lado, en la experiencia en sí, la vivencia en ese espacio que se convierte en el plano de la vida, el ‘campo’ o encuadre al que se ve acotada la experiencia vital; una vida de encierro, de limitación.
De ahí que se incida en cuestiones como la exasperación del paso del tiempo, o cómo cuando dispones de tanto tiempo no sabes qué hacer con el mismo: de ahí la explosión de júbilo que supone la ruptura del grado cero de la rutina: la llegada de los paquetes de la Cruz roja o del correo. Pero también está el ‘fuera de campo’, aquello de lo que se privan los soldados, aquello que les hurtan, lo que han dejado atrás (como existencia en suspenso, en un afuera no alcanzable), la interrupción de una vida, de un amor, o de su proyecto, o de un conflicto que quedó sin resolver. Hay quien espera que acabe la guerra para poder conocer al hijo que nació, y desespera porque no pudo estar presente cuando su esposa falleció al dar a luz, o el que se ha quedado ciego y prefiere romper con la mujer con la que había soñado compartir su vida, o aquel que no sabe si la mujer que ama le ama a él o a otro (y no sabe en qué medida condiciona su inseguridad o influyen los imprecisos testimonios de otro). La vida, la que se querría seguir viviendo, sigue allá afuera, pero es una pantalla en la que no se puede intervenir, y de la que se reciben noticias intermitentes, que alienta pero también acrecienta la impotencia.
Hay un personaje que amplifica estos aspectos, y dota de singularidad a la obra (al guión de Patrick Kirwan, Angus MacPhail y Guy Morgan), el personaje que interpreta Michael Redgrave, aquel que mejor sabe alemán, que en principio se llama Mitchell, y provoca ciertas suspicacias en los demás por saber tan bien alemán y por ciertos errores u omisiones en sus relatos. Pronto se descubrirá que que es un checo, Hasek, que cuando huía de un campo de concentración se encontró con el cadáver del oficial británico y decidió usurpara su identidad porque le supondría mejores opciones para sobrevivir. Pero se enfrenta con la circunstancia de que Mitchell estaba casado, por lo que tiene que mantener el intercambio epistolar con su esposa para que no sospechen los alemanes de su falsa identidad. Lo que no sabe es que la relación entre ambos se había deteriorado, y lo que no prevé es que ese intercambio de cartas resucitará un sentimiento amoroso en ella y generará otro en él, lo que derivará en un sorprendente ( por no habitual en el cine de Dearden) y hermoso final en el que rostros y fuegos artificiales, carne y representación, se conjugan en una celebración que es despedida de un horror (una forma deteriorada de habitar la vida) y renacimiento, saludo a una nueva vida de posibles.
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