miércoles, 9 de enero de 2013
El submarino
‘El submarino’ (Das boot, 1981,), quizás represente la quintaesencia de ese subgénero dentro del género bélico que es el de ‘películas de submarinos’, y además, con permiso de la obra que cimentó sus convenciones más recurridas, ‘Destino Tokio’ (1943), de Delmer Daves, y, especialmente, de la exultante comedia de Blake Edwards, ‘Operación Pacífico’ (1959), la más notable (y lo digo considerando su versión extendida, con 59 minutos más, para su reestreno en 1997). Aunque la gran película con submarino como escenario fundamental no tiene la guerra como circunstancia, ‘20000 leguas de viaje submarino’ (1954), de Richard Fleischer. Uno de los sonidos con los que asocio mi infancia es el del sónar de la serie ‘Viaje al fondo del mar’ (1964-1968), creada por Irwin Allen. Una de las situaciones características es aquella en las que la banda sonora se tensa de silencio, como los crispados rostros, cuando los tripulantes de un submarino están pendientes del sonido que indique la presencia de un navío en las cercanías, o de si les van a lanzar cargas de profundidad, por lo que tienen que paralizarse cual maniquíes para no emitir ruido alguno. Si hay una serie de escenarios y objetos que caracterizan el castillo o mansión de una película de terror, como las mazmorras y los grilletes, los pasadizos y sinuosas escaleras, las telarañas o los candelabros, lo mismo ocurre con los submarinos con sus angostos pasillos y compartimentos, con el periscopio, las escotillas, las compuertas y los torpedos.
‘El submarino’ adapta la novela , del mismo título, escrita por Lothar-Günther Buchheim. El protagonista es el submarino U-96. La producción contó con la asesoría de quien fue el capitán, Heinrich Lehmann-Willenbrock, y de su primer oficial, Hans-Joachim Krug. El primero, el capitán, encarnado excelentemente por Jurgen Prochnow, es el cerebro y corazón de la nave, el talante templado, el equilibrio, como también se puede decir que lo es de la obra, expresión de su talante antibélico, además de cuestionador de los valores predominantes, entonces, en Alemania. Con ironía se califica al oficial que evidencia su afinidad al ideal hitleriano como ‘el líder de las juventudes hitlerianos’. Y desespera por el hecho de que el promedio de edad de su tripulación sea tan joven. Los pulmones de la nave lo representa el ingeniero jefe (Klaus Wennemann), en el que se condensa la preocupación por los seres amados en la retaguardia, como es el caso de su esposa (otro ejemplo, es el marinero que acumula cartas para la chica francesa de la que está enamorado). La perspectiva ajena, cual transposición del espectador, que sirve de vehículo para conocer las peculiaridades familiares para los tripulantes, la representa el teniente Warner (Herbert Grönemeyer), corresponsal de guerra, el afable y empático observador.
La acción da comienzo en octubre de 1941. La acción de la narración comprende, especialmente, tres bloques o largos segmentos narrativos, además del introductorio y una parada en Vigo (con plano nocturno acompañado de guitarra española). El primero retrata impecablemente la desesperación de la inacción, el tedio, el tiempo que se dilata en un espacio comprimido, los rostros que comienzan a descuidarse, con barbas que asemejarán a los de los náufragos (o cautivos en un calabozo, como el de If, junto a El conde de Montecristo). Un estado de suspensión que alcanza también al de las interrogantes o la exasperación por una circunstancia, la de la guerra, que ya se contempla como un absurdo. La paradoja les domina, necesitan la acción aunque sea en un escenario que califican de sinsentido. El segundo retrata la prototípica acción bélica, tanto la del ataque, el lanzamiento de torpedos a los barcos que componen un convoy, como luego el padecimiento del ataque de un destructor, con el consiguiente lanzamiento de cargas de profundidad, la tensión acumulada, porque se estira la incertidumbre de si el barco ha desaparecido o simplemente espera que emerja confiado, que determina algún ataque de pánico como el del jefe de máquinas, Johann (un grito silencioso; de máscara de horror).
El tercero, tras la pausa citada en Vigo, narra las 16 horas de brega y lucha para superar una situación extrema, cuando tocan fondo, más allá de las profundidades permitidas, aquellas en las que es más fácil que el submarino reviente (como así ocurre con algunos pernos o tuercas que explotan como obuses que pueden destrozar a cualquiera). Este pasaje se convierte en una oda al afán de superación, en el que los tripulantes encuentran la fuerza en su afirmación como organismo, cada uno pieza o miembro de un cuerpo que debe realizar su función y solventar así cada uno de los problemas para poder de nuevo ascender a la superficie. El sobrecogedor final, trágico, no es sino la amarga carcajada de la fatalidad, la constatación de una derrota anunciada, de un fracaso del que no podían escapar, unas profundidades de las que no lograrían ascender, la derrota de un ejercito, de un país, de una ideología que en sí era un opresivo espacio y unas amenazantes y constantes cargas de profundidad.
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