domingo, 2 de diciembre de 2012
Los nuevos centuriones
Un hombre muere cuando empieza a comprenderlo todo, cuando no sólo se había recuperado a sí mismo, sino había descubierto qué es lo fundamental, hacia dónde hay que mirar primero; ‘ahora, no, ahora que empezaba a comprender’, suplica. Otro hombre se suicida cuando comprende que había dedicado su vida a mirar hacia afuera, a proteger a los de afuera cuando el enemigo estaba dentro, el vacío de una vida que se revela sin dirección ni sentido cuando llega la hora del retiro, la salida del escenario, el tiempo de mirarse a sí mismo durante horas. Ambos han sido policías, ‘nuevos centuriones’, los que se supone que mantienen el ‘imperio’ en orden (To serve and protect’, Servir y proteger), como hicieron en tiempos romanos los centuriones. La película, ‘Los nuevos centuriones’ (The new centurions, 1972), se sustenta sobre dos interrogantes, en dos direcciones, que se corporeizan en ambos, el sentido de su trabajo, para qué y qué consiguen (qué arreglan o solucionan), y qué importancia le otorgan en su propia vida.
El joven, Roy (Stacy Keach), tarda en comprender que el trabajo, o su trabajo, no es lo fundamental y prioritario. Tarda varios, años, desde que le vemos dejar la academia e incorporarse entre los que patrullan la ciudad por la noches; deja atrás una relación rota, heridas de bala que le colocaron al borde de la muerte, traslados en distintos departamentos de policía, como patrullero o en antivicio, revolviendo entre basuras o deteniendo homosexuales en el parque para sentirse cada vez más absurdo y mísero, buscando aturdimiento en el alcohol, mientras se acrecentaba la herida interior: El excepcional arte de Fleischer se revela, sutil, en un cambio de plano, acompasado a un cambio de gesto, y la aparición de la música: Roy ha acudido al piso de una mujer, Lorrie (Rosalind Cash), que ha sufrido un robo; ella le reconoce, era una de las enfermeras que le atendió años atrás cuando fue herido de bala en un costado; ella le pregunta si ya se siente bien; en un primer plano, el gesto se Roy se torna sonrisa triste, y contesta: ‘No’.
El veterano, Andy (George C Scott), al que el primero califica más como artista que como policía, tiene su particular forma de ver el trabajo (‘La ley Kowalski’), que intenta inculcar a los novatos, nada de exaltarse, de pretender ser un ángel vengador, porque ‘las leyes cambian, los seres humanos no’. A todos hay que tratar por igual, sea cual sea su condición, su raza ; quizá no se cambie nada, pero lo intenta, es como la figura paternal que intenta hacer sentir que lo que se hace tiene alguna influencia, algún sentido, que algo se logra para mejorar la vida, la sociedad (su furia ante el casero que cobra desmesuradamente a varios inmigrantes ilegales que viven hacinados en un cochambroso piso; la desesperada secuencia en la que él y Roy intentan ‘rescatar’ a un bebé, con quemaduras, de una madre alcohólica que se resiste a que se lo lleven).
Pero si nada se va a lograr, si nada se va a cambiar, todo tiene algo de farsa (esos rituales de pasear a las prostitutas en la furgoneta, dejando que se emborrachen, para que pierdan una noche de trabajo; o aún más patéticamente en las citadas experiencias posteriores en antivicio de Roy).Y quizás eso comprende también tarde Andy. Probablemente, es de la mejores secuencias del cine de Fleischer, de las más sobrecogedoras ( y casi es decir, del cine), en una combinación de movimiento de cámara de acercamiento y zooms hacia Andy, que llama a Roy por teléfono, desde su casa, con el horizonte de la ciudad ( que acaba de estar contemplando) como fondo, un fondo anaranjado, brillante: Cuando Roy le ha dicho que no pueden verse, Andy le cuenta una anécdota sobre un hombre que constantemente le llamaba, y le esperaba en el porche de su casa, para decirle que había un hombre en el interior; él siempre hacía la pamema de que miraba, y de que gritaba a alguien que ya no volviera más; su semblante ( inmenso Scott) se ensombrece cuando se pregunta qué habrá sido de ese hombre; pero tiene que aclarar a Roy que no habla del hombre ‘dentro’ sino del anciano. Y antes de colgar, de nuevo con la expresión sombría, dice que el anciano tenía razón. Pero Roy no ha comprendido que están hablando, en cierto sentido, de sí mismo. Hay alguien dentro de su casa, alguien que le amenaza, la sombra de su vacío, de su desesperación, de su sensación de futilidad. Andy se dispara un tiro en la boca con su revolver.
No sólo condensa la entraña de la obra, es una de esas secuencias que logran escanciar la quintaesencia del cine, que parece que condensan la vida, que la abarcan, lo invisible, lo esencial, en la escurridiza materia de la presencia, a través de un plano, de unas composiciones y unos movimientos, de un rostro y de unos gestos.Esa es la sutil condición de esta extraordinaria obra que transciende su tiempo, aquellos setenta, lo concreto de unos acordes musicales, de Quincy Jones, o de unos peinados, o que transciende un género, ese tipo de thriller que indagaba sin complacencias, desde finales de los sesenta, en las entrañas de la institución policial, en sus ‘miasmas internas’ (corrupción, xenofobias) como buscaba captar su respiración de dedicación cotidiana, a ras de suelo, del día a día, como las precedentes, y excelentes, ‘El detective’ (1968), de Gordon Douglas, en la que coincide en su estructura episódica, y ‘Brigada homicida’ (1968), de Don Siegel. Transpira ese nihilismo que palpitaba en otras excelentes obras de Fleischer de aquellos años, de ‘El estrangulador de Boston’ (1968) a ‘Mandingo’ (1975) pasando por ‘El estrangulador de Rillington place’ (1970), ‘Fuga sin fin’ (1971) o ‘Cuando el destino nos alcance’ (1975), pero con un rabia que vibraba con desesperación, como reflejan sus descarnados y desoladores finales. Roy había comprendido el riesgo de dejar que en su vida también hubiera ‘un hombre dentro’, pero eso no te hace inmune a las amenazas que pueden aparecer en el ‘afuera’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario