domingo, 25 de noviembre de 2012
Pimpinela Smith
Si hablamos de un arqueólogo que además es profesor en la universidad y que lleva una doble vida, la segunda de ‘riesgo’, seguramente se pensará automáticamente en Indiana Jones. Pero no, hablo de Horatio Smith (el cual era el apellido elegido en principio por Lucas antes de acabar siendo Jones), protagonista, encarnado por Leslie Howard, de ‘Pimpinela Smith’ (Pimpernel Smith, 1941), dirigida por el popio Howard, que como se puede deducir es una actualización, en tiempos de la segunda guerra mundial, del ‘Pimpinela Escarlata’ de la Baronesa D’Orzy, que el propio Howard encarnó en 1934 bajo la dirección de Harold Young. Si uno salvaba aristócratas de las siniestras huestes de los revolucionarios para que no acabaran en la guillotina, el otro salva a los que corren riesgo bajo la amenaza de los nazis, porque sean judíos o se opongan a su voluntad. Si la Pimpinela escarlata, como el zorro, se camuflaba bajo el aspecto de alguien amanerado, que daba escasas muestras del prototípico comportamiento de virilidad, e incluso no mostraba mucho entusiasmo por su esposa, Smith no está casado, e incluso parece que prefiere tener a las mujeres lejos, y adopta un aire que parece más bien inofensivo, el típico profesor sesudo, aunque de humor desapegado, que parece errar en su abstraído universo. Evidentemente, a Jones lo convirtieron en alguien muy poco ‘british’, añadiéndole el vestuario, y hasta rocosos ademanes viriles, del Charlton Heston de ‘El secreto de los incas’ (1953), de Jerry Hopper, aunque con el socarrón humor, muy ochentero, de a la par de vivir la acción comentar la jugada como si se estuviera en la moviola.
‘Pimpinela Smith’ es la primera película que dirigió Howard en solitario. La primera, ‘Pygmalion’ (1938), la realizó con Anthony Asquith. Posteriormente, dirigiría ‘El gran Mitchell’ (The first of few, 1942), también con aliento propagandístico, esta vez centrado en la figura sacrificada de quien diseñó el avión ‘Spitfire’, decisivo para la resistencia aérea con respecto a los ataques de los aviones alemanes sobre territorio británico, tan dedicado a su tarea que incluso descuidó su delicada salud, lo que llevó a la muerte (lo que da a pie a las mejores secuencias, las finales, de pura raigambre melodramática). Su última obra fue ‘El sexo débil’ (1943), centrada en la entregada dedicación en retaguardia de siete mujeres . Poco después fallecería cuando fue derribado sobre Teixido (Galicia) el avión en el que viajaba ( se dice que los alemanes sospechaban que viajaba el mismo Churchill). Como se puede apreciar, Howard se dedicó encarecidamente, con sus películas, a insuflar ánimo resistente y combativo en tiempos de guerra. De hecho, la influencia de ‘Pimpinela Smith’ fue tal que el diplomático sueco Raul Wallenberg, en 1944, emuló las acciones del personaje y organizó en Budapest, a donde fue enviado como primer secretario de la delegación sueca, una larga y exitosa operación de rescate con la que salvó a diez mil judíos de los campos de concentración.
La película de Howard transita con elegancia sobre las pautas del género de espías, aliñado con una fina patina de comedia, que emana de la misma interpretación de Howard de su irónico y templado personaje.
Si en ‘Pimpinela escarlata’, uno de sus momentos álgidos era la secuencia de una cena en la que el antagonista, Chauvelin (Raymond Massey), está convencido de poder sorprenderle, ‘Pimpinela Smith’ tras un dubitativo inicio comienza a coger vuelo en otra larga secuencia de una fiesta. El antagonista, el general Von Graumm, (Francis L Sullivan), de la Gestapo, ha requerido, además de sus oficiales, de una mujer polaca, Ludmilla (Mary Morris) para intentar descubrir entre los invitados quién puede ser. Ella será la única que sospeche de Smithl. Pero la relación que establece con Smith derivará en senderos más sinuosos o imprevistos, que también determinarán que Smith deje de lado esa misoginia un tanto defensiva que prontamente ‘desenvainaba’: hay una muy hermosa secuencia que marca esa transformación: después de haber librado de una situación de apuro a Ludmilla con la Gestapo, conversan en un café, en donde Smith le habla de su anterior amor, que resulta ser la estatua de Afrodita (con respecto a la cual nos habían presentado a Smith, echando un rapapolvo al ujier por la capa de polvo que había apreciado sobre ella), que ahora ve demasiado pétrea. Rompe la foto, y la mi rada de Ludmilla se ilumina porque sabe lo que significa ese gesto.
Esta relación que se estrecha, y se hace amor (y llega a ser ‘el otro’, aquellos a quien salva, como se refleja en la bella secuencia en el vagón del tren de mercancías), conjugada con el duelo entre Smith y Von Graumm (la perplejidad de este con respecto al sentido de humor inglés que no logra entender, por mucho que intente hacerlo en la obra de Carroll, Lear o Hawthorne; las irónicas conversaciones sobre la procedencia de Shakespeare), y notables secuencias moduladas con vibrante tensión, como aquella en la que se camufla como espantapájaros, o el rescate en un campo de concentración, con ingenioso uso de la elipsis y del fuera de campo, dotan a la película de una creciente intensidad que la verdad, sin ser tampoco una gran obra, se hace más sugestiva, que las posteriores andanzas de Indiana Jones.
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