lunes, 26 de noviembre de 2012
No amarás - Decálogo 6
Ilusión y decepción. Entre ambas se balancea el baqueteado concepto y sentimiento llamado amor. El errado título que le endilgaron aquí. ‘No amarás’ (Krotki film o milosz, 1988), de Krzystoff Kieslowski (¿No amarás qué?)no tiene nada que ver con el sexto mandamiento, ‘No cometerás adulterio’, al que correspondería este sexto episodio del decálogo, ni con el citado título de la versión extendida que se estrenó en los cines con el original, claramente orientador, ‘Breve película sobre el amor’. En la trama no hay adulterios ni matrimonios, ni siquiera a la vista. Aquí no se pone en cuestión o debate aspectos como la monogamia y la promiscuidad, el adulterio y la fidelidad, cuestiones accesorias, sin relevancia, formalidades, como absurdo es el mismo mandamiento, que se preocupa más de las formas que los sentimientos en juego (como de las circunstancias). Kieslowski y el guionista Piesiewicz, parten de la inconsistencia de una sanción del código de circulación moral, para indagar en la raíz, esa que tanto se olvida, mientras nos perdemos en disquisiciones sobre cuál es la ‘circulación’ formal idónea para relacionarse. Kieslowski meten el dedo en la llaga, en la herida irresuelta de qué es el amor, o cómo se ama, si se sabe lo que es amar. Parten de una situación que parece ajustarse a una convención, desde los parámetros morales predominantes, el acto obsceno, réprobo, vulgar, del ‘pervertido’, acto asociado casi siempre a la mirada masculina que objetualiza/ultraja a la mujer, en este caso, la de un joven de 19 años, Tomek (Olaf Lubaszenko) que observa a Magda (Grażyna Szapołowska), desde la distancia, ya que vive en el edificio de enfrente, con su telescopio, parece que para su satisfacción voyeuristica. Desde luego, cuando menos, un espectador de una vida ajena, ya que hasta se prepara su infusión y se come sus dulces mientras contempla la ‘película’ de la vida de su vecina.
Rituales como los que también realizaba alguien que ejecutaba parecidos actos ‘sospechosos’ de ‘pervertido voyeur’ con una mujer vecina, el protagonista, que encarnaba Michel Blanc, que se ponía música en el tocadiscos para contemplarla en la oscuridad clandestina de la esplendida ‘Monsieur Hire’ (1991), de Patrice Leconte,. Pero en ambos casos no son las acciones lo que parece, ni guía en sus miradas el sentido que se puede inferir desde la cómoda inercia de la rígida moral. Pese a que parezca que Tomek es un adolescente irresponsable que juega con la vida de otra persona, enviándola falsos avisos en el buzón para que acuda a Correos, donde trabaja, y así pueda verla, o realice bromas como llamar a los del gas, para decirles que hay una fuga en el piso de Magda, porque ha visto que hace el amor con uno de los hombres que la visita, hay detalles que descolocan, como que tras llamarla, y no contestar, sólo escuchándola en silencio, tras la furibunda reacción de ella, decide volver a llamarla para decir sólo ‘lo siento’. O, sobre todo, cuando ve que una noche llora desconsolada con la cabeza reclinada sobre la mesa de la cocina, pregunta a la madre de su amigo, con quien vive, que por qué llora la gente, qué se puede hacer por evitarlo, y la mujer le dice que para contrarrestar un dolor suele ser efectivo otro dolor, y Tomek recurre al juego de pasar la tijeras entre los espacios entre los dedos de la manos, para hacerse una herida. Como, en otro momento, se pone hielo en las orejas ( como si no soportara escuchar el griterío de dolor del mundo). Entonces empezamos a comprender que Tomek se preocupa por el sufrimiento de Magda, que le duele su pena, su soledad, sus temblores. Y empezamos a sospechar que su mirada quizá sea la del amor.
Pero cuando Magda descubra que la observaba desde hacía largo tiempo, ocultándole incluso cartas, su primer pensamiento es el de considerarla como una mirada que la viola, intrusa, la mirada que la ve como un cuerpo, la mirada que la reduce a un objeto, una mera representación, una fantasía con la que jugar, y reacciona en correspondencia, humillándole. Hasta que se da cuenta de que la mirada de Tomek más bien la idealizaba, desde la distancia de la proyección era su ingenuo y virginal ideal de amor, la ilusión de algo elevado, y que su comportamiento como mucho era torpe, la incapacidad de saber enfrentarse a algo que se reviste de lo absoluto o lo sublime, la dificultad de articular las emociones o sentimientos, en suma, la impotencia emocional ( no deja de ser significativo que Tomek se cruce con el protagonista del episodio nueve del decálogo, que sufre impotencia sexual). Magda no sabe verle, se ofusca en lo que representan, convencionalmente, sus actos, se ofusca en lo que representa, una mirada intrusa, una ‘agresión’, una voluntad que juega con su vida (como la de otros tantos hombres, se deduce). No había contemplado la alegría de Tomek, corriendo con el carrito de coche de leche, cuando ella había aceptado que se citaran. Magda no cree en otros posibles, porque no cree en el amor, su experiencia hasta ahora la había conducido a la decepción, a no esperar nada, a pensar que no hay nada más que el intercambio ocasional de deseos.
El personaje se llama Maria Magdalena, lo que, asociado a su promiscuidad, propició que hubo quienes pensaran que la película condenaba la promiscuidad, como ‘vida de perdición’. En la rueda de prensa del festival de San Sebastian de 1988, a la que asistí, y que no olvidaré, hubo una periodista que le dijo a la actriz que suponía que a partir de ahora cerraría las cortinas de su ventana, lo que demostraba que no se había enterado de la película, por no entrar en otras consideraciones sobre su cortedad de miras, como las de aquellos que despotricaban del sermoneador tufo católico de la película, que castigaba la promiscuidad (aunque la calificaban de buena película pese a ser ‘reaccionaria’), mientras babeaban y hacían chistecitos lúbricos con la actriz. Entonces me pregunté si habitaba un planeta distinto al de unos y otras. Kieslowski declaró que la película la había hecho porque estaba convencido de que no podía cambiarse el mundo. Y aquella jauría de periodistas, desde luego, lo corroboraban.No habían visto una hermosa y conmovedora obra sobre el amor, sobre la mirada que aún cree que es posible, enfrentada a otra que ya no cree que lo sea, sobre una mirada inexperta, torpe, que da sus primeros pasos, intentando articular sus emociones, y comprender lo que hay en esa pantalla que es la realidad, y sobre otra que se ha curtido, con una coraza de acero, porque la realidad le ha corroborado que no hay muchos que realmente miren, y que sólo ven en ella lo que representa. No tiene que ver con promiscuidad, ni con el adulterio, relaciones sexuales con uno o con quince, tiene que ver con saber mirar con amor, sentir al otro, creer que es posible, aunque la realidad te haya mutilado las entrañas con las decepciones. Sino estás muerto, o para no ser tan drástico, vives en la superficie.
Las prodigiosas secuencias finales lo confirman, secuencias en las que ya está ausente la mirada que ha conducido la narración en la primer hora, la de Tomek, porque ha intentado suicidarse, ha intentado contrarrestar con una herida, con un dolor, otra herida, otro dolor, el de la decepción por la humillación a la que le había sometido Magda. Ahora es la mirada de Magda la que le busca, la que indaga, porque ha tomado consciencia de su error, de que ha inferido lo que no es, como de que en la mirada de Tomek hacia ella había reverencia, ansia de descubrirla, había capacidad y anhelo de sentirla. En la bellísima última secuencia entra en su habitación donde él yace postrado, durmiendo, sin que le veamos su rostro. Magda toca su herida, y contempla su propia casa a través del telescopio: se mira a través de la mirada de Tomek, y mira a través de la mirada de Tomek, y se imagina aquella noche en la que lloraba en la cocina; no evoca, sino imagina, porque ‘aparece’ Tomek poniendo su mano en su hombro (mirada, gesto, dolor, empatía). Sabe que así era su mirada, que ahora yace junto a ella, en un fuera de campo, no visible, postrada ya en la decepción, como si le hubiera cerrado ella la mirada, la ilusión. Y ella cierra los ojos. Porque los ha abierto, y duele. Duele mirar con los ojos de otro, sentir como sufre el otro. Lo llaman empatía
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