viernes, 30 de noviembre de 2012
Mar cruel
En ‘Scott en la Antártida’ (1948), Charles Frend materializaba el más genuino sentido de la aventura con unos hombres enfrentados a la naturaleza, en las condiciones más extremas, en un paraje inhóspito. En esta también esplendida producción de la Ealing, ‘El mar cruel’ (The cruel sea, 1953), en la que Eric Ambler adapta la obra de Nicholas Monsarrat, aplica parecido planteamiento, y con equiparables logros, aunque sustituyendo el entorno helado del Polo Sur por el mar, al que la voz del protagonista, el comandante Erickson (magnífico Jack Hawkins) considera el único villano (‘Esta es una historia de la Batalla del Atlántico, la historia de un océano, dos barcos, y un puñado de hombres. Los hombres son los héroes, las heroínas los navíos. El único villano es el mar, el cruel mar, que el hombre ha hecho más cruel’, son sus palabras introductorias). Porque el villano no es el enemigo, los alemanes, con respecto a los que, en la única ocasión en que se hacen presencia, cuando rescatan a los supervivientes de un submarino (cuerpos sin resuello a los que no se distingue el rostro), Erickson señala que son iguales que ellos.
Las profundidades del mar son un espacio incierto, que no dominamos (no es nuestro elemento), un espacio de amenaza que se amplifica, que se hace más cruel, en tiempo de guerra ( que es tiempo de generar horror): Uno de los momentos más sobrecogedores de la obra (y añadiría que del genero bélico) es aquel en el que Erickson tiene que decidir si rescatar a unos soldados británicos en el agua, o seguir el rumbo entre ellos, ‘atropellándoles’ y, además, lanzar explosivos, porque ha detectado la presencia de un submarino debajo de ellos. La intensidad de la secuencia es abrumadora, en la que resultan capitales los primeros planos del rostro de Hawkins como contraplano que refleja el desgarro que le atenaza, pero al que no puede subordinar su decisión. En la guerra te enfrentas a situaciones extremas que no tienen que ver con la costumbre, como si no estuvieras en tu elemento, y tuvieras que improvisar, y la supervivencia es la prioridad. Aunque te enfrenta a los daños colaterales de tus decisiones.
Sin entrar en subrayados, ni siquiera explicitarlo verbalmente, se refleja, como en pocas obras, los sinsabores, y las amarguras del mando, de la responsabilidad con la que ‘cargas’, las dolorosas decisiones que se deben tomar, haciendo de tripas corazón, aunque vaya minando poco a poco el ánimo, la resistencia, como se pone de manifiesto en la desolación que le rasga cuando, en otra de las más sobresalientes secuencias de la obra, durante el hundimiento del barco, escucha a través del intercomunicador, los gritos de sus hombres en el interior pidiendo ayuda. O ya, en la tercera gran secuencia, aquella en la que, en el segundo barco que capitanea, su ánimo se ensombrece, y tensa, en la larga espera de corroborar si han hundido o no a un submarino alemán, en un duelo de estrategias entre ambas naves, que determina que suelte alguna intemperancia, que no es usual en él, con su primero de a bordo, Lockhart (Donald Sinden) con quien ha establecido una sutil relación paterno filial, porque subyace, sin necesidad de ponerlo de manifiesto, el temor de que se repita una circunstancia, el hundimiento del barco que implica la pérdida de vidas bajo su responsabilidad.
El excelente guión logra mantener una cohesión y evolución dramática pese a la sinuosidad de su trayecto narrativo, con varias derivas, o cursos (y el lapso de tiempo que abarca la narración, el que dura la guerra). De ahí que no dispersen los apuntes de la retaguardia, sino que inciden, de modo sutil, en dotar de más relieve la ‘aventura’ interior de los personajes, porque las olas de los ‘mares crueles’ también alcanzan su vida en el hogar: el hecho que no se vea Erickson con su esposa, con la que parece que tiene problemas, lo que denota cómo su vida se centra en la vida/dedicación en el mar; el encuentro del contramaestre con las ruinas de la casa de su hermana, y la notificación de la muerte de ésta; la toma de consciencia del subteniente Morell (Denholm Elliott) de que su esposa, actriz, está más preocupada de su carrera, y que su permiso no trastoca para nada un escenario de vida en el cual él se ha convertido en una figura ajena, ‘lejana’; o el escepticismo de Lockhart sobre los amores en tiempos de guerra, cuando se enamora de la oficial Hallam (Virginia McKenna): hermoso (por ejemplar sentido de la síntesis) cómo se refleja su cambio de actitud; muchas secuencias después, tras haber sobrevivido al hundimiento, Lockart entra con expresión sonriente en su oficina; no se necesita contraplano de ella, se certifica el punto fundamental, el cambio en él. Precisamente, esas secuencias posteriores del hundimiento, la deriva de los botes salvavidas en el ‘cruel mar’ que va engullendo a casi todos los supervivientes, a los que no resisten, sufren hipotermia o se ahogan, revelan de nuevo la afinada concisión, en ocasiones cortante, de Frend, así como su admirable capacidad, por cómo extrae potencia dramática de los elementos, para dotar de fisicidad los avatares que padecen los personajes, casi como marionetas del ‘mar cruel’.
El desconocimiento de la obra de Frend ejemplifica el del cine británico en estas décadas de los cuarenta y cincuenta, en las que rascando se pueden encontrar obras de lo más estimulantes, como seguro ocurriría en la filmografía de Frend, que comenzó como montador en películas de Alfred Hitchcock como ‘El agente secreto’, (1936), ‘Sabotaje’ (1936) o ‘Inocencia y juventud’ (1937). Su primera obra la realizó en 1942, un documental falso que especulaba con el bloqueo económico de la Alemania nazi, en clave de comedia, ‘The big blockade’. Realizó un par de obras más centradas en el conflicto bélico, y a partir de 1945, con ‘Johnny Frenchman’ (1945) realizó durante más de una década varias producciones para la Ealing, tanto comedias, ‘The magnet’ (1950), con un jovencito James Fox de 11 años, o ‘Barnacle Bill’ (1957), en la que Alec Guinness volvía a interpretar a varios personajes, y policíacos como ‘The long arm’ (1956), también con Jack Hawkins, que recibiría un premio en el Festival de Berlín. Tras realizar su última película en 1967, ’The sky bike’, se despediría de su actividad en el cine dirigiendo la segunda unidad en ‘La hija de Ryan’ (1970), de David Lean.
En 1963 rodaría junto a Bruno Vailati una estimable producción bélica italiana, ‘Duelo en el mar’ (Finche dura la tempesta, 1963). La obra recuerda, por la relación de respeto que se establece entre enemigos, a la que alentaba otra notable producción italiana, ‘Bajo diez banderas’ (1960), de Duilio Coletti, en la que el perseguidor, el inglés, encarnado por Charles Laughton, mostraba su admiración por el capitán del navío alemán, que encarnaba Van Heflin. La narración parte de una esplendida secuencia que relata con vibrante tensión un enfrentamiento, el de la corbeta que capitanea Blayne (James Mason) y el submarino italiano a cargo de Leonardi (Gabriele Ferzetti). Los daños que sufre este, parece que van a conducir, inevitablemente, a la derrota, pero cuando sube a la superficie para el definitivo enfrentamiento, se aperciben, unos y otros, de que está en aguas neutrales, de España, junto a Tanger. La corbeta no puede ‘rematarle’. La narración es el relato de un duelo en suspenso, su aplazamiento en tierra firme, en Tanger, en el que se da la irónica circunstancia de que se establece una relación de respeto y afecto entre ambas tripulaciones, que ensombrecerá de amargura el semblante del vencedor en el inevitable enfrentamiento final. De nuevo, la guerra es un absurdo que enfrenta a los hombres porque tienen uniforme distinto: el segundo oficial británico apunta al principio que por qué no les hundían aunque estuvieran en aguas neutrales). Más adelante, Blayne le pregunta si conocíó a italianos en la universidad, y el segundo oficial contesta que incluso eran amigos; Blayne le pregunta por qué ahora de repente son enemigos a los que desea su muerte del modo que sea mientras su expresión (qué sublime actor) se sombrea con la tentación de dejar que el submarino se escape. Porque la guerra, como para su segundo oficial, convierte al otro en una mera representación que eliminar, como también es la perspectiva del director del servicio secreto, Hodges (Geoffrey Keen) que considera, al contrario de la noción de caballerosidad y honor que tiene de la guerra Blayne, que cualquier medio es válido para vencer al enemigo, como, por ejemplo, poner cargas explosivas en el submarino aunque esté atracado en aguas neutrales.
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