sábado, 17 de noviembre de 2012
La mujer de blanco
‘La mujer de blanco’ (The woman in White, 1948), de Peter Godfrey, según la novela de Wilkie Collins, es una película de cocción lenta, reptante, tras un fulgurante inicio que aposenta en lo narración lo ‘extraño’, a través de la ‘aparición’ de esa mujer de blanco a la que alude el título, Ann (magnífica y bellísima Eleanor Parker) ante Walt (Gig Young) el pintor que se dirige, en la noche, por un camino en el bosque, a la mansión de Limmeridge, donde le han contratado como profesor de pintura. Dos detalles intrigantes se suceden: Uno de los que viajan en un carruaje, que aparece en ese instante, le dice que la chica se ha fugado de un manicomio; como intrigante es el movimiento de cámara que nos ‘descubre’ a otro pasajero, de gesto solemne, Pasco (impecablemente siniestro Sidney Greenstreet). La otra desconcertante revelación, en la mansión, es que aquella que será su alumna, tiene rasgos idénticos a los de Ann, Laura (también, claro, Eleanor Parker).
En este paisaje genuinamente gótico, las sombras no son evidentes, como en la misma iluminación, consecuente con un relato sostenido sobre la manipulación de las apariencias, sobre la ocultación, interesada, por codicia, o por vergüenza, la losa de la imagen o reputación. Como tapado por una tela está el cuadro en la habitación de quien ha contratado a Walt, el tío de Laura, Fairlie (John Abbott). Una pintura oculta como él vive enclaustrado en su universo, como quien niega el exterior, la realidad, empezando por su pasado (como desvelará cuando veamos el cuadro al final), abocado a un histérico desquiciamiento, el de aquel que impotente busca afanoso controlar el mundo, pero al que las mareas de la vida no han dejado de socavar y contrariar ( y trastornar) como se revela en su comportamiento maniático: no deja de quejarse de lo delicado que son sus nervios, y le molesta cualquier mínimo ruido, ante el que protesta con afectación y notorios aspavientos, como no deja de reprender a sus criados o invitados porque desordenan su universo. Es el ejemplo de una enajenación reproducida durante décadas, la de una clase acostumbrada a la posición de poder, a encontrar complacencia en sus requerimientos de caprichosos tiranos.
Durante la primera mitad discurre engañosamente como un relato a la deriva, en el que no parece que se hicieran manifiestas las tensiones que se intuyen, como quien enfoca desde la distancia, a no ser que otra mirada agriete esa distancia, como la que reenfoca y aproxima con un telescopio, como hace Pasco con Walt y Ann, ‘imagen’ que comparte, e intuimos que aviesamente, con Marian (excelente Alexis Smith). Es uno de los escasos momentos en que se rompe el punto de vista (prevalece el de Walt), de modo significativo, ya que esta ‘intrusión’ se desvelará posteriormente es la mirada o mente que manipula los acontecimientos ( o eso intenta), y su acción de ‘abrir perspectiva’ a Marian es, por tanto, interesada, buscando un efecto que le conviene. Es otro tipo de pulsión de poder, diferente a la heredada de Fairlie, que le ha sumido en su enajenamiento, ya que intenta apropiarse del dominio de un ‘escenario’, cual asalto al poder.También, en estos pasajes, las ‘apariciones’ de Ann generan, incluso, la duda de si no serán Ann y Laura la misma mujer ( hay quien se pregunta dónde puede estar oculta durante tantas semanas). Pero, en cambio, quien ‘desaparece’ del relato, será Walt, aquel que si hace oídos de las intrigas ocultas que le denuncia esa mujer ‘fantasmal’, y que siente que algo turbio se gesta. Pero nadie le hará caso, ni Ann, ni menos Pasco o Percival (John Emery), el prometido de Ann y cómplice de Pasco, ni tampoco Marian, en cuya desconfianza se intuye ciertos celos porque ha visto, por el citado telescopio, el interés que siente Walt por Ann.
La segunda parte, seis meses después, sufrirá un cambio de escenario, de perspectivas y de dinamismo narrativo, del mismo modo que cambiará para Marian cuando retorne el escenario de la mansión, y se encuentre con que ha variado casi todo el servicio de la mansión, e incluso la adjudicación de las habitaciones, como la suya. Es como si cambiara el eje de su mirada, ya que descubrirá (de nuevo, la distancia, a través de la ventana, desde el alfeizar) los intereses ocultos, las conspiraciones aviesas, la sugestión que han utilizado hábilmente para conseguir sus codiciosos propósitos aquellos que han manipulado a los otros. Se esclarecerán gradualmente las incógnitas, como la revelación de unos pasadizos secretos comenzará a dar luz sobre la figura y condición de la mujer de blanco, mientras otros permanecían en la oscuridad con sus mezquinas maquinaciones. Pero, como esos personajes aspirantes a demiurgos característicos del cine de Mankiewicz, por mucho que se intente controlar todas las hebras del tapiz, siempre habrá alguna que acabe saltándote al ojo.
Tiene una pinta estupenda.
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