martes, 6 de noviembre de 2012
Gran Torino
‘Gran Torino’ es un fin de trayecto, una compilación y una ofrenda sacrificial. En el cine de Eastwood, podemos encontrar, como constante, una reflexión sobre la Imagen, y sobre la Mirada. Eastwood acababa de realizar dos extraordinarias obras, el díptico ‘Banderas de nuestros padres’/’Cartas de Iwo Jima’ (2006) y ‘El intercambio’ (2008), que desmontaban falaces imágenes, versiones o representaciones (con dos fotografías como emblema), las de la conveniencia, las que tergiversan una realidad de modo conveniente, en suma, las imágenes que evidenciaban la falsedad y corrupción del poder institucional que ’imprime la leyenda’ y la hace pasar/impone por real, para utilizarla en su beneficio. Pero también, a lo largo de su carrera, ha realizado diversas obras en las que, en un grado u otro, y desde variados ángulos, realizaba un ‘comentario’ sobre sí mismo, sobre su propia imagen, o de modo más preciso, sobre la Imagen o icono que del propio Eastwood se ha creado, e instituido, por lo tanto, de su ‘personaje fílmico’, que caló especialmente en el imaginario colectivo a raíz de ‘Harry el sucio’ (1971), la notable obra de Don Siegel, aunque ya se había sedimentado con sus trabajos en las tediosas obras de Sergio Leone que instituyeron su mineral icono, y que en ‘Gran Torino’ (2008) culmina con un contundente y transgresor último ‘comentario’.
Porque desde entonces, se generó un icono que desvirtuó la realidad, tanto de la misma ‘Harry el sucio’, como de lo que representaba el personaje y la personalidad de Eastwood (que no me extrañaría que haya condicionado esa recurrencia en su obra de desmontar las imágenes capciosas o falaces, las manipulaciones), una apología del fascismo, del rígido orden, del hombre duro que sin pestañear hace uso de su poder para imponer su ley y orden, un sambenito que aún arrastra casi como maldición, (como se sigue apreciando dada la ‘desenfocada’ somanta de palos que ha recibido por su irónica representación con la silla en el mitin republicano). Y nada más lejos de la realidad. Eastwood ha ‘utilizado’ su propia imagen, a través de diversas obras, para desvelar y cuestionar las mismas sombras de lo que ese icono representa.
La misma estructura narrativa de ‘Gran Torino’ concentra ese proceso de partir de un cliché o icono instituido, o falsa apariencia, para realizar una deriva que desmonte esa primera impresión y finalizar con su radical subversión y negación.
Del mismo modo que las penumbras se van apoderando de la narración, como ese catártico momento narrativo, en cuanto que contradice las expectativas sobre el personaje- o las inferencias del espectador sobre un icono, y en cuanto revelación y 'exposición' de una huella emocional que es peso y herida no superada: aquel en el que el protagonista, Kowalski (Eastwood) narra al chico hgmon, Thao (Vee Bang), la dolorosa experiencia de matar a otro en la guerra. Aún más, ambos personajes están separados por un enrejado, como sucede en la anterior secuencia, la previa confesión, (purga o liberación) que Kowalski realiza ante el sacerdote, Janovich (Christopher Carley), que no ha dejado de ‘perseguirle’ para que la haga, porque se lo había prometido a su esposa recientemente fallecida, en la que expresa el dolor que arrastra desde tiempo atrás por la falta de conexión con su familia, con la que tiene vínculo de sangre. Como en la magistral ‘Million dollar baby’ (2005) nos encontramos, por un lado, con la relación del protagonista (en ambos casos, encarnado por Eastwood) con un sacerdote: la relación con una ‘transcendencia’; la interrogante que acaba abrasándose, en la anterior, en una oscuridad en donde el sentido se desintegra en el desamparo; y en esta es el sacerdote quien es iluminado por el feligrés (aunque más bien, el marido de quien era la feligresa), quien le hace tener una noción más precisa de lo que es la vida y la muerte frente a su voluntariosa pero ‘virginal’ visión de la vida, de un sacerdote de aún 27 años. No deja de ser sobrecogedor el momento en que Kowalski dice a Thao cómo aún más que matar le duele aún la medalla que le concedieron; cómo aún le persigue el rostro de aquel joven soldado coreano al que mató disparando en su cara.
Por otro lado, de nuevo nos encontramos con la creación de una familia disfuncional, o la identificación con unos ‘otros’, con ‘extraños’, en los que se reconoce, mientras se evidencia cómo uno puede sentirse de ‘extraño’ con los ‘nuestros’ (sea por vínculo de sangre, pero también por nacionalidad, u otra construcción genérica de identidad). En ‘Million dollar baby’, la relación paternofilial que establece el personaje de Eastwood con el personaje de Hillary Swank (con la que lograba una conexión emocional, desgarradora en su últimos pasajes, en contraposición a la distancia con la propia; y lo mismo en el caso de ella con su familia). En este caso, en ‘Gran Torino’ Kowalski llega a decirse asombrado a sí mismo cómo se reconoce más en una familia de ‘extranjeros’, más que en su propia familia, tras que el chamán le haya hecho un diagnóstico sobre sí mismo que literalmente ha ‘desnudado’ su interior, todo el peso que arrastra, su infelicidad, constreñida en ese permanente gesto hosco, crispado, que parece cincelado en su rostro, y que va distendiéndose, difuminándose, cuando se ‘abre’a la familia vecina Hmong. Hasta entonces era un hombre encerrado en ‘su jardín’, amargado, reflejado en sus continuos escupitajos (como el Josey Wales de ‘El fuera de la ley’, 1976), cuyo orgullo, su símbolo, era su ‘Gran Torino’ (ese emblema, además, de la convencional masculinidad, el amor por la máquina, por el coche). Su apertura se refleja en cómo llega incluso a prestárselo a Thao para una cita con la chica que le gusta (y al final, incluso, a legárselo). Lega su símbolo al ‘otro’, porque se reconoce en él. Toda una revulsiva declaración de principios en unos tiempos aún azotados por la xenofobia (muchas veces, solapada).
La obra culmina con un gesto sacrificial por su parte (además realizando ese gesto característico suyo, de apuntar con el dedo de la mano como si fuera el cañón de una pistola), pero no en nombre de la presunta ‘comunidad’ que representa, sino en la de los ‘otros’, la de aquellos que han sido estigmatizados, en la historia instituida por el poder, como los enemigos (desde los japoneses a los vietnamitas, pasando por los coreanos), los opuestos, aquellos ante los que se ha afirmado la identidad instituida del ‘nosotros’. Aunque Eastwood en su obra no ha dejado de denunciar cualquier ‘seña de identidad’ que es discriminada, como en la misma ‘El intercambio’, la de la mujer. Y puede contemplarse ‘Gran Torino’, como el complemento de otra perspectiva de ‘El intercambio’, del mismo modo que ‘Banderas de nuestros padres’ y ‘Cartas de iwo Jima’ componían una doble perspectiva, la de los dos bandos en un conflicto, y, en este díptico, sin duda, la dureza era más manifiesta con respecto a los ‘nuestros’, y alentaba la comprensión hacia el ‘ellos’, al esfuerzo de ponerse en su piel y mirada.
En ‘El intercambio’ se radiografía y desvela ese capcioso ‘nosotros’ asentado en los intereses de conveniencia y la corrupción, y en ‘Gran Torino’ se hace apología de la apertura flexible a unos ‘ellos’ que deben ser considerado como ‘nosotros’, reflejo en el espejo con sus específicas diferencias, y por los cuáles llegar hasta sacrificar la vida. Ampliado posteriormente, con otro singular díptico, en el homenaje a un ‘otro’, Mandela, representante de la mente abierta y la lucha perseverante contra otra arrogante forma de poder absoluto, en ‘Invictus’ (2009), y la implacable disección de otra figura representante del ‘nosotros’, en ‘J Edgar’ (2011), un aficionado a la caprichosa aplicación, siempre que podía, del abuso de poder institucional. Nadie es menos que nadie, tenga las señas de identidad que tenga, o sea la imagen, legitimada o no, que tenga. No es una cuestión de señas de identidad, que propician la infección de los ‘bandos’, sino de actitudes, de mirada abierta y de saber conectar con el otro, de querer y saber ponerse en la mirada del otro
No hay comentarios:
Publicar un comentario