lunes, 12 de noviembre de 2012
Decálogo 1 - 2
Si de algo dejan constancia los dos primeros episodios del ‘Decálogo’ (1988), de Kzrystoff Kieslowski, es que las certezas en la vida son tan frágiles como una capa de hielo, esa sobre la que se calienta ante un fuego, en la secuencia de apertura, ese enigmático personaje, encarnado por Artur Barcis, que aparece en casi todos los episodios. Kieslowski declaró que no sólo no se refería a cada episodio según el mandamiento al que correspondía la numeración, sino que no se ajustaban necesariamente a cada uno de ellos; no eran sus estrictas ‘ilustraciones’. Es decir, que puede ser impreciso enfocar estos dos primeros capítulos desde la consideración de que los dos primeros mandamientos son ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas o ‘No tomarás el nombre de Dios en vano’’. Considérese un punto de referencia, o de partida, del que realiza su particular derivación. Ambos episodios ponen en cuestión que sin duda no podemos pretender ser dioses de nuestras existencias, no podemos controlarla, ni para prever los acontecimientos ni para decidir con el adecuado (por justo o certero) criterio, porque cada circunstancia es todo un mundo (lo cual ya es toda una demolición de todo rígido mandamiento).
En el primer episodio, Krzystoff (Henryk Baranowski), según sus cálculos y medidas, afirma que es imposible que el hielo se quiebre. Y el hielo se quiebra. En el segundo episodio, Dorota (Krystina Janda) necesita que le aseguren si su marido, Andrzej (Olgierd Łukaszewicz), ingresado en el hospital a causa de una enfermedad que tiene desconcertados a los propios médicos, se recuperará o morirá, porque se debate entre abortar o no abortar, ya que el hijo es de otro hombre, otro músico como ella. ¿Cuál es la decisión que debe tomar? ¿Realmente esa dependencia, para tomar su decisión, del curso externo de los hechos, de que él muera o se recupere, no refleja su propia indeterminación? De algún modo ¿no transfiere Dorota en el médico (Aleksander Bardini ) esa condición divina de figura resolutiva? El médico no puede certificarle cuál será la evolución del enfermo. De hecho, se inclina más hacia una posibilidad, y los hechos le sorprenden tomando otro curso. ¿Podemos dominar el timón de nuestras vidas? ¿No delegamos en otras instancias, sean sobrenaturales, a través de la religión, o institucionales, la resolución o guía de nuestras indecisiones, ofuscaciones y desamparos?
En el primer episodio, el hijo de Kzrystoff, Pawel (Wojciech Klata ) le pregunta qué es la muerte, tras haber visto a un perro callejero muerto, helado. Lo que le preocupa es que ‘después’, el perro ‘esté bien’, que la muerte no sea una ‘nada’ que pone en cuestión nuestros denodados esfuerzos por realizar cualquier tarea, por soñar con lograr materializar una ilusión. ¿Para qué?, es su desolada pregunta, si el final puede ser así de triste. Su tia, Irena (Maja Komorowska), asocia la figura divina, en la que cree, con el amor, como figura positiva. Uno y otra parecen certificar ‘protección’, el cálculo y la fe. El hielo se resquebraja bajo los pies no sólo del niño, que pierde la vida, sino de su padre, que ve demolida sus certezas, las previsiones de unos cálculos, y de su tía (¿en qué se manifiesta ese amor divino?). La intemperie en la que se ve sumida su tía se refleja en esos planos iniciales en las que contempla la imagen de Pawel en un monitor de televisión corriendo sonriente con otros niños (una imagen positiva que no ha encontrado respuesta o correspondencia en aquello en que cree). Las interrogantes resuenan como un grito en un paisaje helado. No hay certezas, todo puede ocurrir, cualquier día podemos quedarnos helados como un perro callejero, o cuando el hielo se rompa bajo nuestros pies.
Kieslowski modula con mano maestra su narrativa impresionista, de colores asfixiantes, de decorados que parecen encapsular a los personajes, de temblores, gestos y miradas que se escoran hacia el silencio. Una mancha se extiende en un papel ante la mirada atónita de Krzyatoff, hasta que se percata de que se ha derramado la tinta. Pero la imagen es como la del agua que se extiende cuando se quiebra el hielo. Quizá casual, quizá una premonición. El quizá, lo inexplicable o incierto que se nos escurre entre la mente, como el agua entre las manos.
El médico y Dorota también viven en ese vecindario de desacogedoras y constreñidas casas colmena. Sus rostros se cruzan por los pasillos. El gesto cansado, casi ya encorvado del doctor, como si tanta desgracia contemplada se hubiera hecho costra en sus hombros, el ademán tenso, que parece expelerse como el humo de su cigarrillo, de Dorota. Esta le persigue, obstinada, busca una respuesta, la necesita. Incluso, en principio, parece la necesidad acuciante de quien añora a la persona amada, de quien, cuando no está a su lado, se siente como si le faltara un miembro o un órgano. En la reticencia del médico parece pesar el resentimiento, ya que ella atropelló a su perro dos años atrás. Pero no es todo como parece, tan difícil es lograr entrar en la mente de los otros, comprenderles. Poco saben ellos mismos, el doctor sobre qué diagnóstico dar, ella qué decisión tomar, porque hasta le cuesta dilucidar realmente qué siente, si ama a los dos por igual, o ama más a uno de ellos. La superficie de las imágenes del cine de Kieslowski son como las del translucido hielo, se quiebra en nuestros pies, nos sumergimos, forcejeamos, sin que logremos salir a la superficie, porque ya no existe. Pero qué inmensa belleza la de esta inmersión.
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