domingo, 21 de octubre de 2012
Tres monos
Miradas que escrutan, que abrasan las distancias, y que se tornan en forcejeo, en bofetada, cuando se traspasan, como si entremedias hubiera un abismo en el que no fuera posible edificar puentes sino sólo sentir la orfandad de sus temblores. Como exquisitamente refleja el ásperamente lírico desequilibrio sobre el que se orquesta la planificación del cine de Nuri Bilge Ceylan, entre los planos generales en donde los cuerpos se debaten en la lejanía o son bultos, cadáveres, entre las sombras, o risas que ese escuchan a través de la cerradura de una puerta de cristal esmerilado, o fantasmas de heridas no cerradas, y los primeros planos que hacen más lacerante la separación entre los personajes, como habitáculos interiores que no logran comunicarse con el exterior. ‘Tres monos’ (2008) es el escenario de un ring boxístico, un cuadrilátero que no sólo está formado por los tres componentes de la familia, Eyup (Yavuz Bingol), Hacer (Hatice Aslan) y el hijo veinteañero, Ismail (Ahmet Rifat Sungar, sino por aquel que desestabiliza y convulsiona el frágil equilibrio sobre el que se sostenían sus ‘varadas’ relaciones.
Servet (Erkan Kesal) es un hombre de negocios con aspiraciones políticas, y cuando una noche se adormece al volante de su coche y atropella a un viandante en una carretera secundaria, pide a su chofer, Eyup, que asuma la culpabilidad, aunque implique meses de cárcel (pero le recompensará bien monetariamente). Eyup acepta. Tiempo después, Ismail le pide a su madre que solicite a Servet más dinero para poder montar un negocio, a lo que Hacer accede, yendo a su despacho para pedírselo personalmente. Días después, Ismail tiene que volver a casa porque se ha indispuesto, y escucha risas en la habitación de su madre, y poco después ve en la calle a Servet. Las preguntas se tornan bofetadas. Cuando Eyup sale de la cárcel, las preguntas, las sospechas, también se tornarán bofetadas. Porque hay un abismo entre que tu esposa pida un favor a otro hombre por teléfono o que acuda en persona a hacerlo. Son los vientos de una tradición, que trae bofetadas, las que encostran a los hombres y mujeres en la silenciosa violencia de unas jerarquías.
Como hay golpes de viento que abren las ventanas, y agitan las cortinas, pero no a cuerpos que yacen en la cama exhaustos, con su interior magullado, y la ropa rasgada, un cuerpo que no es amado, sino golpeado, o despreciado por la distancia infranqueable. A veces aparece el fantasma del hijo muerto cuando era niño: Ismail está tumbado en la cama, y se insinúa al fondo la sombra desenfocada de un niño que se va acercando; de su rostro, ya en primer plano, cae agua. Eyup también yace en la cama, e irrumpe sobre su hombro el pequeño brazo del niño, que se queda prendido a él. Fisuras que corporeizan un clima, el de una herida que habita en los cimientos de una familia sin que haya cicatrizado, y que las bofetadas no podrán cauterizar. Ismail un día vuelve a casa con el rostro magullado, aunque no sabremos por qué se ha peleado.
Las fisuras quiebran el relato, porque se hace evidente que hay mucho que no se ha dicho, o que pesa entre los personajes. Servet, cuando le visita Hacer, acerca su rostro al ventilador; su rugido intermitente quizá sea el de su deseo voluble, caprichoso, el de quien utiliza a los otros para su conveniencia. Los sonidos cobran una presencia tan pregnante como las materias, tanto el canto de las urracas o el de un cigarrillo consumiéndose como los espacios desolados, como el cielo encapotado. No vemos el accidente inicial, como no vemos los cuerpos de Hacer y Servet en el forcejeo de su deseo, como tampoco cómo es asesinado Servet; un cuerpo es una sombra, un mero bulto en la noche; los otros son risas que turban a quien escucha, a quien mira a través del ojo de la cerradura; el ‘cuerpo intruso’ desaparece de escena como si hubiera sido una entidad invisible, un fuera de campo que condicionaba sus vidas según su necesidad, siempre en la ajena distancia.
En la distancia, como figuras forcejeando con su nimiedad, Hocer y Servet discuten cuando ella suplica por su amor, y Servet quiere que se aleje de él, que deje de incordiarle. Alguien siempre utiliza a alguien; Servet lo hizo con Eyup y éste lo hará con un amigo que asumirá la culpabilidad de su hijo por el crimen de Servet, porque la cárcel será un hogar más estable que la precaria vida que lleva. Truenos en la distancia, palabras que atruenan tras rostros encapotados; silencios magullados; temblores que se extravían, entre vacíos a los que tienta lanzarse, o miradas a las que se escruta o golpea, tan distantes, tan lejanas que duele no habitarlas, no dominarlas. Tres monos, ciegos, mudos, sordos, agitándose en sus contorsiones. Y los truenos en la distancia.
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