sábado, 13 de octubre de 2012
Martes, después de navidad
El martes después de navidad, la realidad después de las ilusiones (o ilusoriedades). Cuerpos, rituales, desnudez, simulaciones. ¿Sobre qué se sostienen las relaciones? ¿Se puede discernir la desnudez de lo que siente aquel con el que convives, incluso desde hace una decena de años, entre los ropajes del ‘hábito’ cotidiano que (quizá) encostran la percepción? La primera secuencia la protagonizan los cuerpos desnudos, y las emociones desnudas, de Paul (Mimi Brănescu)y Racula (Maria Popistaşu). La última secuencia es la celebración navideña de Paul, en casa de sus padres, en compañía de su esposa, Adriana (Mirela Oprişor), a la que pocas horas antes ha revelado que está enamorado de otra, con la que mantenía ya una relación, ‘oculta’, desde hace cinco meses. El último gesto, antes de que abruptamente finalice esta estimulante obra, es el de la ocultación, por parte de ambos, del desplazamiento de los regalos (del armario al salón, bajo el árbol) para su hija, Mara, que está entonando en ese momento, fuera de campo, una canción.
Fuera de campo, ocultación. No deja de ser irónico que en la primera secuencia que comparten matrimonio e hija, los padres discutan sobre el hecho de si deben seguir ocultándole o no a la niña que no existe Papá Noel. No puede ser más inesperado para Adriana la revelación de Paul (de hecho, cuando él le dice que está muy enamorado, en principio ella sonríe porque piensa que se refiere a ella). En ‘Martes, después de Navidad’ (2010), Radu Muntean opta por unas muy sugerentes opciones estilísticas. No hay música. No hay cortes de plano en las secuencias. Se suceden los planos secuencias, en los que la cámara suele tender a mantenerse, en general, a distancia (se desplaza pero no son movimientos de acercamiento los que primen, sino más de seguimiento). Las secuencias son como la sucesión de las ventanillas del interior de un tren al que vemos pasar, pero el espacio convertido en tiempo. Se rehúyen las herramientas más convencionales del melodrama (de la conducción emocional), todo lo que sea énfasis.
Por ejemplo, en la secuencia bisagra, aquella en la que coinciden los tres por primera vez, cuando Paul y Adriana llevan a Mara al dentista, que resulta ser Racula, se mantiene en todo momento el plano general sin remarcar en ningún momento el efecto sobre Paul y Racula. De este modo, se incide en la ocultación, en qué fácil es no discernir o advertir lo que bulle en el interior de quienes están a nuestro lado, como es el caso de Adriana (ajena a la tensión que sientan en su interior Paul y Racula). El centro de la acción es su superficie, en la que es protagonista la niña, sobre la que se discute si ponerle una aparato; lo representado es lo que aparenta ser, en suma, para el ojo neutro que ignorara las implicaciones entre los personajes, en donde dos de los presentes disimulan, se convierten en rígidas máscaras (que podemos advertir desde la distancia, porque conocemos lo que hay en juego, y sentimos ese repliegue que realizan ambos personajes; hay un sutil y admirable trabajo microgestual).
Esa ocultación, esa distancia, tensa y desgasta, cuando se subordina al teatro cotidiano de fingimientos la exuberancia de complicidad, manifiesta en la luminosa esplendida secuencia inicial, de intimidad quintaesenciada, que Paul no deja de reprimir. Esa carga de tensión se mantiene en suspenso durante la narración, y estalla en la reacción despechada, arrebatada y doliente de Ariadna tras que él le revele que ama a otra; el escenario de su vida se ha despedazado, la película del proyector se ha quemado. Pero la cámara que lo registra, la de Muntean, mantiene la distancia; es el cuerpo el que grita (el que rompe las etiquetas de corrección expresiva instituida; es terrible cómo él tiene que contenerla, agarrándola, para evitar que le siga golpeando), el que se contorsiona dentro de un encuadre que sigue siendo distancia, como la que se ha abierto como un abismo con respecto a la persona con quien creía compartir unos cimientos de pasado, presente, y futuro, de lo que quedan sólo la ceniza de los rituales, las falacias que sostienen la sociedad, las fantasías de armonías bajo o tras las cuales se disimulan fácilmente las fisuras y raíces podridas, porque ante todo los cuerpos son máscaras. El trayecto de la narración parece la liberación del cuerpo, de los sentimientos, sobre las mascaradas, pero no deja de ser cáustico el detalle de que se comience con la desnudez y se finalice con un ritual en el que se destacan las ocultaciones y engaños.
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