miércoles, 31 de octubre de 2012
Killer of sheep
'Estos recuerdos no parecen míos, como una tarta a medio comer'. Una afirmación que es interrogante y, a su vez, desamparo, que refleja el tan fantasmal como lacerante lirismo que rezuma una obra extraordinaria, 'Killer of sheep' (1977), de Charles Burnett, y su paradoja, ya que es (cautivadora) memoria emocional. ¿O es el reflejo de una vida usurpada, que se extiende de generación de generación, la de aquellos que son negros en la sociedad norteamericana? No hay trama, sino una serie de secuencias que son viñetas de una vida, las de una familia, las de un suburbio de Los Ángeles, salpicadas con imágenes del matadero de ovejas en el que trabaja el padre, Stan (Henry G Sanders), reflejo simbólico de unas vidas, y con 22 temas musicales.
De hecho, la dificultad de conseguir los derechos de esas composiciones fue lo que determinó que no pudiera estrenarse en su momento. Treinta años debieron pasar para que este prodigio lograra un estreno oficial, aunque fuera de modo limitado. Fue decisiva la intervención ( y aportación económica) de Steven Soderbergh para que fuera restaurada, y pasada de 16 mm a 35 mm (además de poder pagar los 150000 dolares de los derechos de la música utilizada). Su paisaje, y su estética visual, su blanco y negro, se pueda asociar con el de aquellos cineastas que serían calificados de (genuinos, en cuanto a heterodoxia de estilo y mirada) cineastas independientes (antes de que esta noción fuera domesticada, o trivializada), en los inicios de los 80 (el de 'Extraños en el paraíso', 1984, de Jim Jarmusch o 'You are not I', 1981, de Sara Driver,). Burnett tardó su tiempo en realizarla, casi tanto como David Lynch con su Cabeza borradora (1972-77). Burnett rodó los fines de semana entre 1972 y 1973, realizó rodaje adicional en 1975, y presentó el resultado como su tesis en la Escuela de cine de la Universidad de California, en Los Ángeles.
alpita el aliento del neorrealismo, aunque ya el hecho de que entre sus referencias considerara a Fellini, indica cómo transfigura la realidad con la poesía. La respiración de lo inmediato, como si captara el latido de la vida ordinaria, esa en la que no parece que pasa nada, en la que los niños se dedican a sus juegos en los descampados y las calles, mientras los adultos se debaten con el sobrevivir al día a día, se conjuga con la mirada que abrasa con las respiraciones invisibles, las de las miradas que se escoran con la frustración de sus ilusiones, a las que les cuesta dormir porque despiertas se sienten ya figuras que deambulan, que abandonan incluso su cuerpo como declaración de una derrota. Hay una soberanamente hermosa secuencia que lo condensa: el largo plano, de alrededor de 3 minutos, del baile de Stan con su esposa (Kayce Moore): en un momento dado, ella empieza a besar su cuerpo, a dejarse llevar por el deseo, por lo que la música y el momento han creado, pero él se aparta y se marcha. Ella, con gesto desesperado, se apoya (como si se desplomara) en las persianas, y la voz evoca el peso doliente de unas generaciones pretéritas que les han hecho perder el estimulo vital, convirtiéndoles en sombras exhaustas. Stan busca infructuosamente un motor en su vida, como ese que se les rompe tras dedicar tiempo a la puja de su compra y a su traslado (que condensa esa sensación de circunstancia vital definida por el esfuerzo fútil).
Pero no predomina la amargura. O no se regodea en ella (y podía haber sido tentación fácil con ese afilado contrapunto narrativo del matadero). La emoción rasga, como esos primeros planos de la esposa mirando a Stan con unos de los niños, la mirada que quisiera desterrar o superar distancias, pero alienta la calidez, la sensación de abrazo en la intemperie. La mirada se transciende y hace del lamento canto, y del naufragio rescata una sonrisa que pugna por alzarse aunque duelan las comisuras, como haría posteriormente el gran Terence Davies, en las sublimes Voces distantes (1988), El largo día acaba (1991) y Of time and the city (2008), que conjugaban memoria, canciones y un montaje cuya conexión eran las emociones, una circunstancia emocional. La obra de Burnett no desmerece junto a ellas. Sumergirse en sus acordes es dejarse raptar por una obra tocada por la lumbre del asombro.
Uno de los momentos más sublimes que he viviido en una película, y que creó subyugará a los que también conmocionó 'Of time and the city' (2008), de Terence Davies. Dinah Washington canta 'The Bitter Earth', en esta portentosa secuencia con un arrebatador largo plano de alrededor de tres minutos, y qué sobrecogedora transición, visual y musical...
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