miércoles, 17 de octubre de 2012
Han matado a un hombre blanco
La dickensiana Miss Havisham de ‘Grandes esperanzas’ tenía ciertos problemas para enfrentarse con la decepción y el paso del tiempo, recluida en una negación que conservaba envuelta en polvo los restos del naufragio en forma de banquete de bodas. La faulkneriana Miss Habersham (Elizabeth Patterson) no es un personaje tan popular, pero esta octogenaria sí sabe enfrentarse a una jauría humana compuesta en su mayoría por hombres que quieren linchar en un prototípico pueblo sureño a un negro, Lucas (Juano Hernandez), que creen ha matado a un hombre blanco. No todos son hombres, hay un mujer que porta un bebé en brazos, y que enciende la mecha cuando dice a, Crawford (Charles Kemper) uno de los hermanos del asesinado (de un disparo en la espalda) si no va a hacer nada. Los hombres se miran, Charles coge un bote que llena con gasolina, hasta que rebosa. Porta el bote entre la muchedumbre de hombres apostados, derramando su contenido, hasta llegar ante el umbral de la comisaría; dentro, sentada, haciendo ganchillo, se encuentra Miss Habersham.
Crawford: Miss Haversham, no voy a tocarla. Es usted una anciana, pero usted está quivocada. Está luchando contra todo el condado, pero usted se cansará, y cuando se canse, nosotros entraremos.
Miss Habersham: Voy a cumplir los ochenta, y aún no me he cansado… Por favor, ¿puede apartarse de la luz que no puedo enhebrar la aguja?
Esta es una de las secuencias más extraordinarias de esta prodigiosa obra, ‘Han matado a un hombre blanco’ (Intruder in the dust, 1949), de Clarence Brown. Ben Maddow (guionista también en ‘La jungla de asfalto’, ‘Johnny Guitar’, ‘Sangre en las manos’, ‘Cuando ruge la marabunta’, ‘Más fuerte que la vida’, ‘La pequeña tierra de Dios’ o ‘Murder by contract’) adapta la novela de William Faulkner, publicada un año antes (este mismo año recibiría el Nobel de Literatura); la acción dramática tiene lugar en Jefferson, pero se rodó en su pueblo, Oxford, Mississipi. La narración es tan sinuosa y derivativa como una conversación a ritmo del balanceo de una mecedora en un porche una calurosa noche de verano en la que las pausas, las omisiones o los balanceos de las miradas que se engarfian en los ojos del otro, o que se apartan o bajan, por vergüenza, son tan relevantes como lo que se dice. El mismo inicio ya condensa esa exquisita narrativa de deslizamientos y vericuetos. El sheriff Hampton (Will Geer) trae detenido a Lucas a la comisaría; la masa espera; algunos ya con el ánimo voraz salivando por poder lincharle, para dar rienda suelta al polvo de la tradición sureña, la supremacía de los blancos sobre los negros. Entre los presentes está el joven Chick (Claude Jarman jr) a quien Lucas, que no se arredra, le dice que busque a su tío, el abogado, Stevens (David Brian). Pero como decía esta es una narrativa de recorridos sinuosos: antes de que Chick se lo diga, conoceremos su presente, el hábito que le ha marcado colocándole en una tierra intermedia, la de los blancos permisivos pero que permanecen cómodos en sus elevadas distancias sobre los negros: Chick corre a casa, en donde sus padres le reprenden por llegar tarde y no saludar convenientemente, a la par que el padre, aunque no esté de acuerdo con los linchamientos, espera que pase pronto el conflicto (mejor mirar hacia otro lado sin intervenir).
Y también viajaremos al pasado, en el que se nos revelará por qué Chick se siente tan tenso, en conflicto consigo mismo: explica a su tío el por qué: en el pasado, en el día que conoció a Lucas, está la raíz del por qué se implicará tanto Chick): Un día de caza con su amigo (aunque con matices, hay categorías), negro, Aleck, cayó a un río helado, al lograr ascender arrastrándose se topó con unas piernas, las de Lucas; la cámara asciende hasta encuadrar su rostro. Es fundamental este detalle de planificación, cuestión que recorre y vertebra la narración (las posiciones de poder). Lucas es un negro que no se ha plegado a su condición de ‘ser inferior’, que no mira desde abajo, que se mantiene firme mirando directo a los ojos, siempre con la pistola bajo la chaqueta, que entra por la puerta de delante del almacén del pueblo, que no dice ‘Sir’ cuando se dirige a un blanco, que pasea como si fuera el dueño del lugar, que no sale corriendo si uno de los lugareños amenaza con agredirle. En la secuencia en su hogar, a donde ha llevado a Chick para secarse, Chick siguiendo sus hábitos aprendidos (la tradición) pretende pagarle por la asistencia, lo que es una forma de remarcar su autoridad como blanco; al negarse Lucas, Chick, despechado, lanza las monedas al suelo (Brown dedica un plano a la moneda recorriendo el suelo, como si hubiera sido un acto agresivo); Lucas le dice al joven Aleck que le coja las monedas; el joven, arrodillado, se las devuelve a Chick: Este contrariado durante días intentará ‘restituir’ la relación de blanco y negro, con regalos o pagos, pero Lucas siempre se lo devuelve.
En la noche que le han detenido, Chick vuelve para prestar su ayuda a Lucas; las manos vuelven a cobrar relevancia, las manos que intercambiaban dinero, gesto que se convertía en emblema de afirmar una posición: ahora las manos de ambos se encuadran a través de las aperturas de la celda, encuadrándose desde ambos ángulos, desde el interior y exterior, una forma sutil de expresar cómo ambos comparten parecida celda, cómo empieza a haber un cierto acercamiento o comprensión, pero matizada, por eso se ve sólo parte de sus rostros, la comprensión aún está limitada ( porque en los actos de Chick hay un cierto afán por restituir su deuda).
En las secuencias finales, Stevens no acepta que le pague por sus servicios, pero como detalle simbólico (ya que es una forma de reconocerle la autoridad o respeto), al menos puede pagarle la pipa que se le rompió, como si fuera un gasto; Stevens, que la primera noche pensaba que Lucas era culpable, le pregunta por qué no le narró los hechos esa misma noche; Lucas le pregunta si le hubiera creído; Stevens baja la mirada. Es una obra prodiga en detalles tan sutiles y elocuentes como estos. Se siente toda una vida en un solo plano, como aquel en el que padre del asesinado expresa lo duro que ha sido educar solo a cinco hijos; aún más, se enriquece el plano con el detalle de que mira una fotografía en la que aparecen Lucas y su esposa; Lucas la perdió hace poco como él muchos años atrás la suya; por un momento se reconoce en el ‘otro’, el blanco y el negro simplemente son dos hombres que han luchado por sobrevivir, y que han sufrido lo mismo, la perdida de la mujer que acompañó sus vidas. Pero es duro mirarse de frente; por eso, como señala Stevens, cuando la jauría se desperdiga raudamente al final, tras que se sepa que el asesino es otro (y un blanco además), huyen de sí mismos, para no afrontar el polvo que aún siguen teniendo adherido en la piel, en las miradas; la mirada del odio, de la violencia, de la arrogancia que discrimina a quien no tiene el mismo color de piel que ellos. No es Lucas quien tenía un problema, sino ellos.
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