jueves, 4 de octubre de 2012
Frankenweenie
Tras que en 1984 Tim Burton realizara su mediometraje ‘Frankenweenie’, la Disney le despidió porque le parecía que era ‘demasiado terrorífica para las audiencias más jóvenes’. 28 años después la Disney produce su conversión en largometraje, este realizado con la técnica de stop motion. Las vueltas que da la vida, o las ironías del tiempo. ‘Frankenweenie’ (2004) tiene algo de retorno, a la niñez, a los inicios, a los primeros pasos. Es la invocación y recuperación de la electricidad de la imaginación (podría ser su complemento el ‘uso mi imaginación’ de ‘Los límites del control, 2008, de Jim Jarmusch), la que impulsa el ‘erase una vez’, el ‘en el principio’, pero con la consciencia de que ese impulso tiene que ir acompañado de cierta candidez aún no degradada por un cinismo que se camufla bajo términos como sentido realista ( o también el funcionarial sentido de la imaginación, el de los alardes técnicos y aspiraciones crematísticas). Al mismo cine de Burton le faltaban lágrimas, desde su última obra maestra, ‘Big fish’ (2003), o quizá, de modo más concreto, desde su última gran obra con la técnica stop motion, ‘La novia cadáver’ (2005), que quizá reflejaba su sensación de luto, de estar más en otra dimensión que en esta. A sus siguientes obras, en un grado u otro, les faltaba cierto aliento; no se reflejaba el vaho en los rutilantes espejos de los arabescos formales, en cuya burbuja parecía haberse ‘retirado’, como si ya su obra, su universo, lo realizara con control remoto, interponiendo ciertas distancias.
Burton es como el protagonista de su primer cortometraje, ‘Vincent’ (1982), pero ha dejado atrás esa fúnebre afectación adolescente, esa aureola de mártir gótico. Ahora deja brotar lágrimas, porque son las que quiebran la distancia con la realidad, las que siembran el umbral de la empatía. Victor, el adolescente protagonista de ‘Frankenweenie’ tiene rasgos de Vincent, pero sin su expresión lánguida, y su apesadumbrado gesto encorvado; ahora su semblante tiene retales de Johnny Depp, quien fue la variante humana frankensteiniana de Sparky, en ‘Eduardo Manostijeras’ (1990), también perseguido en los pasajes finales por una turba, como Sparky ahora, y Boris Karloff en el ‘Frankenstein’ (1931) de James Whale, revisitado y homenajeado, una vez más, por Burton, con irónico sentido del humor, sin que deje de estar subyacente ese sentimiento de intemperie, de criatura arrojada a un mundo que le resulta extraño ( y que le devuelve una mirada de incomprensión). Vincent Price fue el creador de Eduardo, y ahora sus rasgos son los del profesor de ciencias Rzykruski, quien alienta a la experimentación a los alumnos, e inspira indirectamente a Victor a resucitar a Sparky (cuando este imparte una clase en la que muestra cómo los músculos de una rana responden a una descarga eléctrica aun después de muerta); también, a través de Rzykruski, extranjero, para más señas, hay alguna buena ‘descarga’ sobre el escaso apoyo y aprecio, en su país, a la experimentación, al ansia de conocimiento, que sigue siendo de ‘diferentes’, y por ello vulnerables a la estigmatización o marginación.
La vecina, y compañera clase de Victor, se llama Elsa, y su perrita que hace muy buenas migas con Sparky, se encuentra con un imprevisto teñido de blanco de su pelo cuando recibe una descarga eléctrica, que le hace asemejar al cabello de Elsa Lanchester en ‘La novia de Frankenstein’(1935), de Whale. Elsa se apellida Van Helsing como el obstinado perseguidor de Dracula, y hay una compañera de clase a la que su gato se convierte en una mutación de gato vampiro, que en el desenlace se convierte en la principal amenaza de Elsa. Hay un alumno que se llama Edgar E Gore, homenaje a Edgar Allan Poe, y juego de palabras fonético : E Gore, suena como Igor, el jorobado asistente en ‘Frankenstein’, al que se asemeja el personaje de Edgar. Hay otro que asemeja y se desplaza como la misma criatura de Frankenstein. Referencias hay muchas, de King Kong a Gremlins, que evidencia cómo ‘Frankenweenie’ es también un cálido homenaje a los amores cinéfilos de una infancia o adolescencia, y con la mirada de ésta, pero con el substrato irónico del adulto que sabe cuán degradada está la imaginación al ser industrializada ( y que se refleja en la mayor parte de los ‘blockbusters’). Ya manifiesto en la ironía implícita en la magnífica secuencia introductoria: la sesión de cine en la que la familia utiliza gafas 3D para las películas caseras de Víctor.
Burton conjuga con armonía emoción, humor y sin escorar lo siniestro demasiado a lo terrorífico. Entre los momentos emotivos destacaría ese extraordinario montaje secuencial en el que, con el raccord del pesaroso gesto de Victor, se sucede un cambio de escenario ( una aguda forma de remarcar que su estado ‘postrado’ emocional permanece aunque varíen sus actividades o sus ritos de vida); de hecho, ‘resucita’ su ánimo en clase ante el experimento del su profesor con la rana, que le da la idea de resucitar a Sparky ( secuencia, la de la resurrección, resuelta con admirable sentido de la síntesis; no se pierde en largos preámbulos de preparación). La hermosa idea de las variables en los experimentos para que sean un éxito; en su caso que, aparte de la descarga de electricidad, influyan sus lágrimas cayendo sobre el cuerpo de su perro. Y por supuesto, el bello final, un electrificante canto a la ternura y a la empatía (que invita a la celebración lacrimal, sobre todo para quien haya deseado cuando ha muerto una de sus mascotas que ojalá pudiera resucitarse). Golpes de ingenio no faltan: Tras su resurrección, el cuerpo de Sparky es un amasijo parcheado; mueve la cola contento, y sale despedida; bebé agua y esta sale a chorros entre sus cosidos, y, como buen perro, empieza a dar vueltas sobre sí mismo para intentar capturar los chorros; se come una mosca al vuelo, pero esta escapa también entre sus costurones.
La dueña del gato parece que sus ojos fueran alfileres; está convencida que las cagadas de sus gatos (que tiene forma de letra) son indicativos de que a alguno de sus compañeros de clase (a quien le comience su nombre con esa letra) le va a ocurrir algo especial (sea bueno o malo). La narración es sinuosa; cuando parece que va a derivar en unas corrientes más dramáticas (o ya transitadas ejemplarmente en ‘Eduardo Manostijeras’), da un giro de timón y deriva en un espectacular último tramo que no deja de ser un irónico reflejo de las ‘funcionarias’ y desvitalizadas películas de catástrofes y monstruosidades y destrucciones varias, tan amantes del gigantismo ( los preponderantes ‘blockbusters’): una feria en la que unos émulos de los gremlins explotan por comer palomitas; con una variante de King Kong en forma de tortuga gigante, emblema de la lentitud, que no deja, por otro lado, de ser un mordaz apunte sobre los afanes competitivos de ser el mejor, para lo cual cualquier medio es válido, y la emoción un componente prescindible (por esos los experimentos resucitadores de otros se frustran; no hay puesta emoción en el mismo, y los resultados son desproporcionados, descontrolados, o invisibles, que al poco desaparecen incluso; no hay emoción que los ‘sostenga’, que les dote de vida). Quizá habrá a quien parezca un parcheado de retales de varias películas, propias y ajenas, pero, sea lo que sea, a mí ‘Frankenweenie’ me parece una película reconstituyente. Tras verla me dieron ganas de ponerme a dar saltos para capturar el chorro de agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario