sábado, 1 de septiembre de 2012
Tormenta mortal
‘Tormenta mortal’ (The mortal storm, 1940), de Frank Borzage, plantea, y es, una interrogante que aún sigue resonando en nuestros días: ‘¿Cuando el ser humano encontrará la sabiduría en su corazón, y construirá un refugio duradero contra l
os miedos de su ignorancia? Sigue resonando porque esa ‘tormenta mortal’ no desapareció con el régimen nazi, es una actitud que sigue resurgiendo, aquella que impone un criterio, unos valores, una visión a los otros, y estigmatiza e incluso elimina a quien disienta o represente lo que demoniza. Es la actitud que aspira a que el mundo, los otros, se pliegue y subordine a su ‘representación del mundo’. Una actitud que no concibe como posible que en una frase coincidan términos como unidad, apacible, tolerancia y buen humor, que expresa el profesor Roth (Frank Morgan), una de las más precisas encarnaciones de la mentalidad abierta, flexible, la voz de la ciencia que sabe de hechos no de fanatismos, la voz que respeta otras perspectivas, la voz que no sabe de arrogancias ni de imposiciones, la voz lúcida que sabe que hay muchos que pretenden que le mundo y la vida sean como ellos u ellas piensan. Borzage condensa en los cuatros primeros bloques de secuencias un contundente contraste entre lo que representan ambas mentalidades, la violencia y la armonía.
En las primeras secuencias, además de servir para introducir a buena parte de los personajes principales, se refleja esa jubilosa sensación de conciliación, a través de la celebración del cumpleaños de Roth, en concreto de la fiesta sorpresa que le deparan en la aula en la que imparte clases de ciencia. La cena se teñirá de sombras cuando se difunda que Hitler ha sido declarado canciller, lo que provoca el entusiasmo de los tres hijos, y de un alumno, Fritz (Robert Young), que se muestran despectivos con otro alumno, Martin (James Stewart), que es amigo suyo de la infancia, porque no muestre entusiasmo alguno, descalificándole como pacifista. Posteriormente, vemos a Martin cómo cuida de una yeguita recién nacida, ayudado por su madre, Hilda (Maria Oupenskaya), y reciben la visita de la hija de Roth, y novia de Fritz, Freya (Margaret Sullavan), que no había mostrado alegría por el nombramiento de Hitler, pero que no recibió las enconadas invectivas de sus hermanos y Martin, porque es mujer, y esos asuntos son cuestión de hombres. Freya busca la reconiciliación entre los amigos, y le convence para que se una con ellos en una taberna. En esta secuencia, extraordinaria, se quiebra definitivamente la armonía. La narración a partir de entonces se convierte en un encadenado de secuencias cada vvez más crispadas, como un desgarro, el de un dolor insondable, que no puede liberarse y que percibe como una ponzoña lo domina como una costra. En esa secuencia se hace sentir, de un modo terrorífico, lo que es sentirte diferente en un ambiente en el que si no opinas como los demás, sufrirás la violencia desatada de unos rostros que ya se han desfigurado con los rasgos de un ciega bestia, como ocurre con el profesor que se niega a cantar con el resto, apalizado brutalmente.
Sobrecoge cómo hace cuerpo en la narración de esa desesperación, de un grito que es llamamiento a una intervención, ya que por entonces Estados Unidos prefería no ‘perturbar’ al régimen nazi; por eso la Metro Goldwyn Mayer intentó, absurdamente , no soliviantarles, intentando que no se usara de modo explicito Alemania, y que en vez de judío, se dijera ‘no ario’ (porque la familia Roth es judía), lo que no evitó que se prohibieran en Alemania a partir de entonces los estrenos de la productora ; la película se estrenaría en junio de 1940, por aquellas fechas Alemania invadía Francia; Estados Unidos aún tardaría año y medio en intervenir. Hay pasajes admirables en esta obra que no tiene un momento de transición, de respiro, es un encadenado de situaciones desoladoras, de una sucesión de intensidades que van ardiendo sin que se liberen, de desencuentros, de relaciones que se rompen, de amores que cuando se materializan deben distanciarse, de rostros devastados por la humillación y la tortura (qué ahogado lirismo el reencuentro de Roth, en el campo de concentración, con el pelo encanecido, con su esposa a la que por fin le han dejado visitarle, pero no dejarle ni unos míseros calcetines), de abrumadora tensión, la que nace del que teme que la ciega crueldad del instinto se desate y siente que sea incapaza de resistirla, como el interrogatorio que realizan en la casa de Martin, a su madre, Hilda, Freya, y la asustadiza chica que echa a correr escaleras arriba en cuatro el oficial nazi (Ward Bond) advierte su presencia.
Las sombras de lo siniestro se van apoderando del relato, de la vida de sus personajes, de los que ven cómo cualquier atisbo de posible armonía es mutilado, pero también de los que, como uno de los hermanos, imprevistamente (en esa portentosa secuencia final, con un estremecedor uso del fuera de campo, de las ‘sombras que hablan’ desde el pasado, las huellas de un crimen), comprenden que ser adulto, ser un ‘hombre’, ser alguien imponente e inflexible (una máscara rígida y severa sin sentido del humor), ha conllevado la degradación, la desaparición de cualquier sentimiento radiante, de esa generosidad, esa capacidad de dar vida, de sentir y preocuparse de los otros (reflejada con proverbial precisión en la secuencia de Martin con la yeguita), esos que nacen de los que saben disfrutar de los sentimientos pacíficos, de la vida apacible que une y concilia con los demás. Claro que hay quienes siguen prefiriendo pensar que no es posible, y su cinismo o nihilismo sigue alimentando, por pasiva, a esa bestia que ha seguido arrasando la vida humana.
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