miércoles, 26 de septiembre de 2012
Tiempo de amar, tiempo de morir
En las secuencias iniciales de ‘Tiempo de amar, tiempo de morir’ (A time to love, a time to die, 1958), de Douglas Sirk, un cadáver desenterrado en la nieve parece que llorara. Lágrimas de hielo que se funde, por esos hombres que han pasado ya no saben cuántas veces por ese pueblo, del que ya sólo quedan ruinas, la huella de una destrucción que no parece tener fin, como el errar de estos soldados alemanes en tierras rusas, que van y vienen, exhaustos y desanimados. Hombres que han perdido la noción del tiempo, como si vivieran en un interminable bucle; especulan sobre cuando pudo morir el oficial que desentierran en la nieve, como si lo hicieran sobre algún descubrimiento arqueológico de lejanas eras. Lágrimas que pesan ya demasiado en algunos, en el filo de la resistencia, como en aquel que ha realizado la observación de las lágrimas (quizá porque invisibles ya anegan su propia mirada), que opta por dispararse un tiro como forma de escapar de ese abismo de horror y absurdo, al que ya no puede devolver la mirada, porque ve reflejado su condición de esbirro del caos, en el que su finalidad parece ya sólo fusilar a civiles. Lágrimas con las que debía cargar el propio Sirk, ya que el hijo que tuvo con su primera esposa, educado en el ideario nazi (y con el que no se le permitió mantener contacto), se le dio por desaparecido precisamente en el frente ruso. Quizá veía al protagonista, Ernst (John Gavin) como la versión idealizada de un hijo más que infectado por el ideario nazi (como el soldado infiltrado por la Gestapo para penalizar las expresiones derrotistas o de desanimo), alguien que mirara, como él, con perplejidad y desolación ese espanto, esa siembra de caos, que es la guerra.
Ernst disfrutará de un ansiado permiso de tres semanas, pero no es sino una prorroga para una muerte anunciada, ya que las ruinas le perseguirán, será el paisaje del que no podrá desprenderse, como de esas bombas que no cesan de caer en la ciudad, bombas cuyo objetivo parece ya sólo destruir las mismas ruinas. Entre las mismas, Ernst busca el rastro de sus padres, una ausencia que es reflejo de una ausencia de sentido. No lo encuentra, aunque algunos, como el profesor Pohlmann (Erich Maria Remarque), piensen que lo hay, que se puede encontrar en la figura de Dios. Para Ernst sólo hay ruinas de sentido, excepto el amor que siente por Elizabeth (Lilo Pulver). La novela de Remarque, publicada en 1954, se titulaba ‘A time to live, a time to die’ (tiempo de vivir, tiempo de morir). Amar, vivir, una modificación que es identificación. Amar es vivir. Es como esa casa, que parece surgida de un cuento, que, sorprendentemente, encuentran ambos entre el bosque de ruinas, un pequeño motel que sigue en pie, y en el que disfrutarán de los últimos días de amor, antes de que él vuelva al frente. Una ilusión de hogar entre ruinas y huidas; son como el judío que ha escondido el profesor, perseguidos, ya que el padre de Elizabeth fue apresado por no ser ‘afín’ al ideario predominante, y la amenaza pende sobre ambos (turbadoramente siniestra es la secuencia en la que Ernst va a recoger algo relacionado con el padre de Elizabeth; entre los rasgos de quien le atiende, Klaus Kinski, y las espesas sombras, de una negrura palpable, se crea un sobrecogedor momento en el que parece que el abismo fuera ya a engullirles).
Elizabeth, en un momento dado, expresa que los criminales puede parecer normales como cualquiera casi las 24 horas de un día, pero basta un minuto para que den rienda a su crueldad sin límite ni freno. No puede estar mejor condensado en la secuencia en la que Ernst visita a su antiguo compañero de estudios, ahora en la Gestapo, y un oficial invitado, mientras da muestras de una exquisita sensibilidad al piano, relata con jactancia y delectación las torturas y crueldades que ejerció (como quemar vivos s a prisioneros en piras), y que seguirá ejerciendo, ya que está al mando de un campo de concentración. Ernst y Elizabeth, con su radiante amor, parecen progresivamente figuras cada vez más ajenas, como esas estatuas que les rodean entre las ruinas donde pasan una de las noches. Pero la muerte es un perseguidor implacable, que impedirá que a su amor se pueda dar rienda suelta. Las señales o indicios abundan: los caballos del carruaje fúnebre detenido en mitad de una avenida desierta, abandonado porque han empezado a caer bombas (como las flores que portaban los finados, en el suelo); el caballo de madera que arde en el exterior de la casa de Elizabeth, destruida por una bomba. Elizabeth se despide del tren que lleva a Ernst al frente, encuadrada a través de un cristal quebrado, en el que la disposición de las maderas perfiladas asemejan al de una cruz: la transición es a un plano de una cruz en mitad del campo de batalla, en el que erra Ernst, que busca a su regimiento, mientras siguen cayendo, como sempiterno acompañamiento, las bombas.
El primer beso de Ernst y Elizabeth es ante el agua, interpuesto en el encuadre un árbol, que sorprendentemente ha florecido a causa del calor provocado por la caída de las bombas; una anomalía, como su propio amor, al que se ha permitido florecer brevemente; una rara avis, un efecto colateral imprevisto, de la avasalladora destrucción que sólo cultiva ruinas. En la secuencia final, Ernst fallecerá junto al agua, tras realizar un acto generoso, un acto anómalo en mitad de la guerra, perdonar la vida a unos prisioneros a los que libera (uno de los cuáles le devuelve el favor matándole: Ernst no puede salirse del escenario, sigue siendo una representación, un uniforme). El último plano (uno de los más desgarradoramente bellos que ha dado el cine) es el de su reflejo en el agua, intentando, desesperada e infructuosamente, recuperar la carta de su amada. Eso es lo que fue, un reflejo, una ilusión, una anomalía, a la que se permitió dotar de cuerpo durante unas escasas semanas. Por algo lloraba aquel cadáver desenterrado en la nieve.
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