domingo, 30 de septiembre de 2012
En un lugar solitario
Entre una mirada crispada reflejada en un retrovisor y una figura detenida bajo un arco, como una figura suspendida de una cuerda invisible, antes de desaparecer en un incierto futuro en el que no parece que pueda haber una mirada que lo haga presente, un hombre vivió unas semanas mientras fue amado. Antes su corazón habitaba un solitario lugar. Dixon (Humphrey Bogart), era un guionista que se sentía ajeno al mundo que vive, un mundo del cine cuya única pantalla es la codicia y la humillación (y al que no puede evitar enfrentarse, aunque eso perjudique su carrera, como con el director que hace sangrante burla del actor alcohólico que es sombra del que disfrutó del éxito décadas atrás). Dixon está enfrentado a los demonios de su decepción, está hastiado, furioso, por tener que degradarse realizando trabajos adocenados que desprecia para personajes mediocres que desprecia, lo que determina una violencia contenida (que tiene sus irreprimibles puntuales explosiones de intemperancia) que le hace susceptible de parecer sospechoso de un crimen, y que, tiznada de fatalista recelo, dañará la luz del amor posible, ese que encuentra en una imprevista encrucijada de su vida, en Laurel (Gloria Grahame), pero que es agrietado por el peso de los reflejos de sus tinieblas, quedando suspendido en el vacío como una marioneta. En suma, Dixon es alguien que ha perdido la ilusión, pero tan crispado y rabioso, que desaprovecha la oportunidad de dar cuerpo al amor con el que se encuentra.
'En un lugar solitario' (In a lonely place, 1950) es una de las grandes obras de Nicholas Ray, fronteriza como su personaje, como su misma condición genérica, cine negro que rompe sus supuestos moldes, lírica y corrosiva. No importa casi la investigación del crimen, sino sus resonancias sobre los protagonistas. Lo que se explora es ese agujero negro, ese lugar solitario, aquel en el que debió morir, estrangulada, la chica que Dixon había requerido esa misma noche para que le relatara la novela sobre la que tenía que dar su parecer pero no le apetecía nada leer : la decepción que arrastra, o que le arrastra a él, y que le complica, como si estrangulara aún más el lugar solitario que es su corazón, ese que se siente tan asfixiado que ya sólo responde con la furia, un lugar solitario, su corazón, tan rebosante de ponzoña acumulada, que no la podrá extraer ni el amor de quien irradia lo opuesto, la luminosa serenidad, la templanza, Laurel (es admirable el trabajo interpretativo de Grahame, tan contrastado con el que realizara con Lang, por ejemplo; y cómo aquí contrasta con la crispación que emana de Bogart, que pareciera contrahecho de la rabia que parece lastrarle como unas incrustaciones en sus entrañas).
El cine es el arte de la sugestión, te hace sentir que vives lo que hay en la pantalla, como si fuera real (como dice la chica asesinada, hasta hace poco pensaba que eran los propios actores los que inventaban los diálogos; en la pantalla se produce la ilusión de realidad). La luz se refleja en el rostro ‘poseído’ de Dixon (cual proyector) cuando le sugestiona de tal modo al detective Brub (Frank Lovejoy), al narrarle cómo cree que se realizó el asesinato, que aprieta tanto el antebrazo sobre el cuello de su esposa, Sylvia (Jeff Donnell), que está a punto de ahogarla. La realidad está tramada con proyectores, y nuestra mente es una materia muy sugestionable. Sylvia empezará a dudar de Dixon, primero con los relatos del capitán de policía, Lochner (Carl Benton Reid), sobre el pasado violento de Dixon, y sus especulaciones ( cómo , por ello, cree que es el más factible sospechoso de haber cometido el crimen), después con la reacción de Sylvia, que no ríe, como ella esperaba, ante sus dudas, y apuntalado por las desatadas reacciones violentas de Dixon, como cuando golpea en la carretera al otro conductor con el que está a punto de colisionarse, y está a punto de estrellar una piedra en su cabeza ( si no lo hace es por el grito de Laurel). Su confianza se ofusca, y se hace miedo y duda, y sedimenta el pensamiento de que Dixon puede llegar a matar. La pantalla de la realidad se enmaraña, los temores derivan en omisiones y silencios, en especulaciones en las que la turbina de la mente se desata, y propician que, precisamente, los temores se cumplan (la reacción violenta de Dixon en la carretera es tras haber descubierto que ella no había compartido con él las conversaciones con el capitán de policía, o Sylvia).
La desconfianza o distancia que percibe en ella a su vez ofusca a Dixon, quien se agarraba ya a su amor como a un clavo ardiendo, como si por fin hubiera recuperado la vida y no quisiera asfixiarse, estrangularse, de nuevo en el lugar solitario en el que erraba como espectro furioso hasta conocerla: esas bellísimas frases que él escribe para su guión, pero que le definen o reflejan a él (a la vez que son premonitorias de su historia; ¿quizá es ya alguien que frustra un amor posible porque anticipa, por temor, que será un fracaso?): ‘Nací cuando te besé, morí cuando me abandonaste, viví durante las semanas que me amaste’. Ray extrae de las tinieblas tumescentes, turbias y ásperas un lirismo tan delicado como desgarrado y desesperado; lo siniestro se conjuga con lo poético en una sorprendente y arrebatadora alquimia. El brote violento se transforma en una intemperie doliente, como en la conmovedora secuencia en la que tras golpear a su representante, pocos minutos después le pide perdón en los baños, o, sobre todo, en las hermosas y sobrecogedoras secuencias finales, la despedida de Dixon y Laurel (tras que haya estado a punto de estrangularla). Y la mirada extraviada en una realidad de reflejos, a la que ya sólo respondía con su furia (lo único presente, como esa mirada en el retrovisor) se desvanece en la noche, exiliado quizá definitivamente en un lugar solitario. Aunque, por unas semanas, vivió mientras fue amado.
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