domingo, 16 de septiembre de 2012
El tiempo del lobo
El tiempo del lobo es aquel en el que ya se dejan de lado los accesorios sobre los que se sustenta el superfluo escenario que constituye la sociedad, el cálculo, las estrategias, todo esa trama enmarañada de prospectivas, simulaciones, justificaciones y especulaciones que abduce nuestro inercial discurrir cotidiano. En el tiempo del lobo, lo que prima es el miedo, el frío, el hambre, cómo sobrevivir en una intemperie, en una incertidumbre, donde estamos privados de los sostenes de los rituales y de las rutinas, espejismo que nos hace sentir que nos desenvolvemos sobre una tierra firme. Las violencia estructurada de una vida roturada, camuflada, deja paso a la violencia descarnada, a la de los huesos astillados y la carne desgarrada. La irrupción de esta violencia, que trastoca de modo radical el escenario (de nuestra mirada) está mostrada con la usual maestría de Michael Haneke en su forma de representar (mostrar) la violencia, en la secuencia inicial de ‘El tiempo del lobo’ (2003).
Lisa (Isabelle Huppert) y su marido Georges (Daniel Duval), junto a sus dos hijos, Eva (Anaïs Demoustier) y Ben (Lucas Biscombe), llegan a su casa de campo, y se encuentran con otra familia, y el marido apuntándoles con una escopeta. La tensión ‘revienta’ cuando el otro hombre dispara (en un gesto que no se sabe si es voluntario o consecuencia de la tensión) sobre Georges; Haneke no muestra el impacto, sino dos planos sucesivos, uno de los hijos en el exterior, y un primer plano de lisa que no puede evitar vomitar. En otras ocasiones, ha sido tan ásperamente contundente a través de la visibilizacion del acto violento, sea los planos fijos de los asesinatos en ‘Benny’s Video’, ‘Caché’ o la automutilación en ‘La pianista’ ( el despojamiento es también sonoro, por la ausencia convencional de empleo de música o diseño de sonido; es como asistir a un vacío, la desnudez pura). Por eso, ha resultado tan polémica y discutida su forma de representarla (como tiempo atrás lo fue Peckinpah, a quien algunos acusaban de embellecer o coreografiar la violencia). Ambos cineastas quizá han sido los cineastas que más lejos han llegado en su exploración de la representación de la violencia: el primero desde la distancia que despoja de la convencional implicación emocional que ‘dramatiza’, suscitando el extrañamiento o la nausea, el malestar ante el obsceno horror del acto violento; el segundo conjugándola con una desgarradura emocional, una desesperada mirada en abismo.
En el resto de la narración de ‘El tiempo del lobo’ se queda adherida esa nausea, ese malestar, como un ruido sordo. El primer tramo, con la madre y los dos hijos, errantes en la belleza de un paisaje que asemejara a la Arcadia (lo que crea un singular efecto, ya que en el espacio no hay huellas o rastros del cambio sucedido, es un espacio de ausencia y a la vez es el espejo de la naturaleza del hombre, la naturaleza tan esplendorosa como indiferente) se narra de modo entrecortado, con elipsis que parecen tajos. Ha habido un apocalipsis pero no se explica la causa (realmente, es accesorio, el hecho fundamental es la ‘transfiguración’ del escenario, y lo que revela de nosotros cuando nos desprenden de nuestras ‘conexiones ritualizadas’). La desintegración, el caos, primero se refleja en la unidad, en la familia, que ‘arde’ con sus componentes en conflicto, disgregándose, desvaneciéndose, como cuando madre e hija tienen que hacer un fuego al desaparecer su hijo en la noche (que parece engullir las figuras, esbozos entre el fuego como brasas que huyen del mismo). Son figuras en fuga, pero no cohesionadas. Como se evidencia cuando se integran en un improvisado grupo en una estación que espera llegue algún tren (‘que les dirija a alguna parte’; recuperar la ‘dirección’). La narración misma se implosiona, y pareciera deshilacharse, en diversas líneas ( o personajes), que se equiparan, por cuanta a todas las define el desencuentro, la violencia (da igual procedencias o extracciones sociales o nivel educacional),pero frustra a aquellos que buscan una línea recta, un manifiesto crescendo narrativo que haga sentir una dirección aunque sea hacia una vía muerta. Pero Haneke no abandona la observación distanciada, aquella atenta a la visión del conjunto, a cómo este se va creando, cómo se gesta en este gropúsculo la socialización en estas nuevas circunstancias ( en una estación, espacio de tránsito que se convierte en espacio germinal de una nueva sociedad).
La institucionalización de poderes caciquiles que se aprovechan de su posición de poder (el trueque e intercambio); los reproches y acusaciones (el enfrentamiento de Lisa con quien mató a su marido, como el de otros dos hombres, ¿pero quién puede juzgar o decidir más allá de evitar que alguien se tome la justicia por su mano?; la acerada discusión entre la pareja que encarnan Patrice Chereau y Beatrice Dalle, ‘urbanitas’ en los que se intuye cierta condición de intelectuales, pero que no dejan de también dejarse llevar por la visceralidad y deseándose la muerte, como le dice él a ella; la falta de piedad que pone en evidencia que se prioriza la supervivencia sobre otra consideración, como reflejan las sobrecogedoras secuencias de la enfermedad y muerte del niño al que no se posibilita ayuda porque la familia no tiene nada que ofrecer o intercambiar( extraordinario plano de los ples de los asistentes al entierro, en primer plano, y muy al fondo, desenfocados, aparece una caravana de más gente, errante, en fuga, portando antorchas); o cómo Haneke refleja la violencia sobre animales como lacerante y revelador contraste: si en nuestra cultura permanece invisible, para evitar que tomemos consciencia de la barbarie que se realiza cada día sobre aquello que comemos ( y que no matamos, y que no pensamos que alguien los mata, y de qué maneras), cuando se ‘eliminan’ esas ‘distancias’ que inciden en nuestra vivencia de la realidad en términos de virtualidad, ajenidad e inconsciencia, se manifiesta la crudeza y brutalidad de la acción (enfrentarse a la nausea, al hecho de que eliminas otra vida que siente como tú). En este paisaje de violencias de distintos filos, aún se apunta un horizonte en la noche. Si un fuego señaliza esa disgregación en la familia, cuando arde el granero (no saben permanecer unidos), un fuego ( al fin y al cabo, el primer paso hacia la civilización, la capacidad del ser humano de hacer fuego) será el símbolo del intento de una acción generosa, sacrificial, la del niño, Ben, que piensa que saltando sobre el fuego puede lograrse que algo cambio, que el tren que venga, que la razón se recupere, que dejemos de estar extraviados en esta superfluo espejismo de violencia roturada.
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