domingo, 16 de septiembre de 2012
El horrible secreto del doctor Hichcock
Como los truenos en una tormenta, en la narración de ‘El horrible secreto del doctor Hichcock’ (L’orribile segreto del doctor Hichcock, 1962), de Riccardo Freda (con el seudónimo de Robert Hampton), resuena el nombre de Edgar Allan Poe. Gatos negros, entierros prematuros, necrofilia, mansiones que supuran una atmósfera malsana, amantes que regresan de la tumba ( o su anhelo o miedo de que así suceda), o el rostro de Barbara Steele, que el año anterior había intervenido en una adaptación de un relato de Poe, ‘El pozo y el péndulo’ (1961), de Roger Corman. Introdúzcase en la batidora ecos del cine de Hitchcock, sobre de todo de ‘Rebeca’ (1940): Cynthia (Steele) se casa con el doctor Hichcock (Robert Flemyng), y llega a la mansión que este habitó doce años atrás, y que abandonó tras que muriera su primera esposa, que ‘preside’ el salón con su retrato ( y ‘avasalla’ con su recuerdo a la recién llegada, que no deja de pensar que su marido aún la añora), con siniestra ama de llaves incluida. Pero también de ‘Sospecha’, con suministro de vaso de leche con sustancias no muy recomendables. Esta amalgama de influencias o ecos no quita lustre a una obra muy sugerente, que participa de las cualidades de las producciones de la Hammer en aquellos años, sobre todo las de Terence Fisher, y de las que ya había dado cumplida muestra el propio Freda en la esplendida ‘Los vampiros’ (1956). Resalta en especial en el uso de los movimientos de cámara y de los decorados (el tiempo y el espacio), que trasciende ciertas limitaciones (la brusquedad en ciertas transiciones, la parquedad en el perfil de ciertos personajes o las carencias de ciertos interpretes, aunque, por ejemplo, el hieratismo de Flemyng, con aire de ser embalsamado ambulante redunda en favor del personaje y de la narración).
Los desplazamientos de cámara abundan en una musicalidad de la narración, una cualidad pendular que envuelve, como una hipnosis, que hace más efectivos los requiebros, los espasmos en los que irrumpe (sea entreviéndose o visibilizándose) lo anómalo, el horror ( los bajos de un vestido, de quien se cree es un fantasma, a través de la cerradura; una figura que se aleja en la oscuridad del jardín; el súbito grito de alguien trastornado, que se dice es de la hermana de la ama de llaves ). Freda aposenta esa atmósfera en la introducción, en la que sigue los desplazamientos del doctor, primero en el hospital, tras realizar una operación, y después en su hogar, en la que celebran una fiesta ( con su esposa tocando el piano; transpira suntuosa armonía). Pero el doctor tiene ciertos gustos, cierta pasión necrofílica, y suele suministrar a su esposa un anestésico para hacerla el amor como si estuviera muerta. Aunque un día se excede en la aplicación del anestésico, y la apariencia se convierte en realidad. Freda jugará hábilmente con la sugestión, con la ambivalencia (¿Regresa la muerta a la vida?¿ es ella quien se desplaza por la casa?), a través del personaje de Cynthia, pero también del doctor Hichcock (en una el miedo, el fantasma de la rival, en el otro, la nostalgia de un deseo, que es también reavivar sus pasión fetichista sexual por las muertas). Hay planos que inciden en esa idea de opresión, de cautiverio, en Cynthia: La noche que llega, es encuadrada desde fuera de la ventana de su habitación cuando observa el jardín, en el que verá aquella extraña aparición de una dama de blanco ( por supuesto, marido y otros argumentarán que es una visión fruto de su cansancio o una mera alucinación).
En las secuencias finales, vemos despierta atrapada tras un cristal, y que grita, porque está dentro de un ataúd (es admirable la sensación que crea de ‘desencajamiento’, ya que ese plano de su rostro tras el cristal es tan ambiguo que no se sabe si está en posición vertical u horizontal. Freda es tan efectivo, para cargar y tensar una atmósfera perturbadora, con recursos manidos como el equívoco roce de una rama en una ventana, como con secuencias tan mórbidamente heterodoxas como la de la visita del doctor a un cadáver en la morgue, para saciar su apetito de caricias a la piel muerta. Pero sobre todo es magnífico el uso que hace del decorado, que convierte en un personaje más, un decorado que transpira insanía, tortuosidad y sordidez vital, como si fuera la emanación de un intrincado y escabroso interior en estado de descomposición, como sus pasadizos secretos que conducen a polvorientas celdas, cuyo sórdido despojamiento, contrasta a la vez que ‘desnuda’, la turbia suntuosidad de la ‘habitación prohibida’, la ‘capilla’ en la que el doctor poseía a su esposa en su ceremonial necrófilo, y que desea, como si la casa o el recuerdo le poseyera ( o quizás como si despertaran a su ‘bestia’) recrear con la segunda.
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