miércoles, 19 de septiembre de 2012
Dillinger
En la primera secuencia de ‘Dillinger’ (1973), de John Millius, John Dillinger (magnifico Warren Oates), irrumpe en el encuadre como un actor en el escenario, consciente de cómo los espectadores les veneran, de cómo esperan su aparición como el gran acontecimiento. El espacio en cuestión es la ventanilla de un banco, desde la que interpela a un fuera de campo ( ya que no vemos en ningún momento a los empleados en el contraplano) lo que es lo mismo que decir a los espectadores, a esa audiencia admiradora que anhela tener Dillinger. Su escenario es el de los bancos, y sus representaciones, convertidas en bises (si repite en la misma sucursal), son atracos. a condición a la que aspira desde niño, es la de convertirse en un ‘forajido de leyenda’.
Su anhelo es ser una notoriedad, por eso, en la segunda secuencia se sulfura en un bar porque Billie (Michelle Philips) le diga que se parece a la estrella de cine Douglas Fairbanks. Él no se parece a nadie, él quiere que se le reconozca a él. Su reacción es robar a los asistentes, y luego en ‘gesto magnánimo’ se lo devuelve antesde marcharse. Como poco le falta por coger de los pelos a Billie, como hombre primitivo, porque su acción llevándola a su casa no deja de ser toda una declaración de principios de ‘macho’ que domina el escenario a su capricho. Cual divinidad. De hecho, más adelante gritará a otro gangster que se le sube a la parra, Baby face Nelson (Richard Dreyfuss) mientras le apaliza y humilla, que él es inmortal. En la secuencia previa se ha asentado la ironía implícita en la narración, la distancia irónica, nada romantizadora, sobre los forajidos,. En esa secuencia, uno de sus secuaces, Homer (Harry Dean Stanton) intenta infructuosamente, para divertimento de sus compañeros, que un anciano reposte gasolina en su coche, e incluso le lanza dinero despectivamente ( cuando un compañero le señala riendo por qué encima le paga, Homer dispara sobre lo que vende, y responde que por los chicles).
Pero esta arrogancia viril adolescente (que reclama que el mundo, la audiencia, le complazca) y ese narcisismo escénico también también se remarca en los representantes de la ley, en concreto en el implacable perseguidor de los gangsters o forajidos, Purvis (imponente Ben Johnson): Su ritual o manía de encenderse un puro antes de entrar en ‘acción’ (en equiparación al que se puede fumar tras una opípara comida o un cigarrillo tras el acto sexual), y siempre vitoreado tras sus arrojadas acciones (en la primera secuencia entra solo en la casa donde está atrincherado un gangster). Por eso le irrita sobremanera que la notoriedad de Dillinger sea mayor que la suya ( o la de los fuera de la ley que los representantes de la ley): es ilustrativa la secuencia en la que habla con un niño que está jugando a ‘policías y ladrones’ (haciendo de ladrón), incluso dejándole, orgulloso, que toque su pistola ( convenientemente descargada), aunque su rostro no puede ocultar su contrariedad cuando el niño le replica que no quiere ser representante de la ley porque para eso hay que ir al colegio, y Dillinger no fue al colegio. Me resultó estimulante ‘Enemigos públicos’ (2009), de Michael Mann, pero, revisando ahora la de Millius, esta me parece netamente superior. O dicho de otro modo, las cualidades de la de Mann, su vigor narrativo en las secuencias de acción, ya están presentes en esta ( y de modo superior: todo el tramo final de persecución y captura de los secuaces Dillinger es literalmente magistral), y sin duda ni Depp y Bale, aunque me parezcan buenos actores, empalidecen frente a los extraordinarios Oates y Johnson ( también porque están perfilados sus personajes con rasgos concisos pero más complejos y efectivos).
Dos actores, por otra parte, que remiten a Peckinpah, aunque por esa distancia, no exenta de humor tan mordaz como vitriólico, por la que se opta diría que la acerca más al distanciamiento, más severo y sombrío, de Coppola en ‘El padrino’. Como son equiparables en musical y matemático virtuosismo los montajes de acciones paralelas de ambos finales, que depara en la de ‘Dillinger’ planos extraordinarios: el plano general en picado de los habitantes del pueblo disparando sobre el malherido Homer, haciendo desaparecer su cuerpo entre la humareda de sus disparos, o el plano a ras de suelo sobre el cadáver de Baby Face, al que se acerca un agricultor, que recula asustado cuando se dispara la metralleta (un fabuloso detalle que refleja cómo la violencia en hombres como Nelson eran resortes de su personalidad hasta ya muertos). Cuando brota el lirismo es de modo más contenido, cortante (sin dejar desplegarse), como el plano general de Pretty Boyd Floyd comiendo con los lugareños que le han ayudado, consciente de que acaban de llegar varios de coches de policía, antes de salir corriendo y ser ametrallado por varios hombres ( como un fusilamiento, todos en línea).
O en esos escuetos y bellos planos, casi sin sonido, de la visita de Dillinger a su familia, en compañía de Billie, y que evocan, por su condición líricamente fantasmal a los de ‘Bonnie y Clyde’ (1967), de Arthur Penn, pareja, por cierto, a los que Dillinger, tras saber de su muerte, califica despectivamente de amateurs. El ‘actor profesional’ es él. Y, por eso, resulta tan corrosivamente irónico que fuera muerto a la salida del cine, tras ver una película protagonizada por un gánster, ‘El enemigo público nº 1 ( Manhattan Melodrama, 1934, WS Van Dyke), ejecutado por su ‘sombra’, su implacable perseguidor, Purvis, quien, precisamente, surge de las sombras de un callejón, irrumpiendo, cual actor aspirante, desde los bastidores para dominar al fin ese escenario del que no había dejado de anhelar ser el protagonista.
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