sábado, 25 de agosto de 2012
The big night
‘The big night ‘ (1951), de Joseph Losey comienza con una convulsa febrilidad que no deja de zarandear al espectador, reflejo de las agitaciones que se vivían entonces. Cuando finalizaba el rodaje, Losey fue requerido como ‘testigo amistoso' en la tercera ronda de del Comité de actividades antiamericanas. Había sido nombrado por dos, como vinculado al partido comunista. Cuatro años antes había dirigido una adaptación de la obra teatral de Bertold Brechet sobre Galileo, interpretada por Charles Laughton. Brecht fue requerido por el citado Comité, y abandonó el país (Hans Eisler, también amigo de Losey, fue ‘expulsado’). Losey no quiso sufrir calvario parecido al de Galieo y decidió abandonar el país. Quince meses después retornaría, pero al ver, después de un mes, que le resultaba imposible encontrar trabajo ya fuera en la radio, el teatro, la publicidad, la enseñanza o el cine, por haber sido señalado en la Lista negra, decidió exiliarse definitivamente, rumbo a Inglaterra. Esa atmósfera, de suspicacia, doblez, apariencias difusas , crispación y una violencia que ya sobrepasaba el umbral de lo latente, se palpa en esta estimulante obra que deriva en unos muy sugestivos senderos abstractos, con una sensación de extravío ya presente en los primeros planos, en los títulos de crédito, del protagonista, George (John Barrymore jr), de 17 años,que parece en fuga. ¿Por qué? En la primera secuencia, George es zarandeado y golpeado (en ese característico juego de humillaciones juvenil) por un grupo de adolescentes, contemplado a distancia por su padre, Andy (Preston Foster), dueño de un bar. Es el cumpleaños de George, pero no podrá soplar la última vela, porque alguien entra en el bar, un columnista, Al Judge (Howard St John), que humillará a su padre, quien no se resiste, quitándose camisa y camiseta, poniéndose de rodillas, para que le golpee con su bastón en la espalda (dejándole unas notorias heridas).
El padre no había intervenido cuando su hija era golpeado y humillado, pero el hijo está decidido a intervenir, rabioso e indignado, además de desconcertado porque su padre se haya dejado humillar así delante de todos. George decide adoptar el vestuario de adulto, esa chaqueta y sombrero de fieltro, que parece dos tallas más grande, que refleja su absurda pretensión, remarcado con el mordaz detalle de que se ponga, con el revolver en mano, a intentar calmar los berridos de un bebé. George es un adolescente furioso que se sumerge en la noche, que poco tiene de grande, sino que refleja las miserias de una sociedad definida por la violencia manifiesta, la actitud de combate (donde se celebra el combate de boxeo, al que pensaba acudir con su padre, es zarandeado de nuevo, y engañado por un delincuente que se hace pasar por policía para quedarse con el dinero que consiguió George vendiendo la entrada de su padre), y una doblez o ambivalencia en la que es difícil rastrear la personalidad o actitud de cada uno, porque también es manifiesta la incapacidad de discernir, y juzgar, a los demás. George se jacta de que es capaz de percibir de primeras cómo son los demás, pero el hombre en que confiaba, el doctor en filosofía, le rechaza en cuanto le puede acarrear problemas, o dejar en evidencia su doble vida, y a la inversa, es capaz de mostrarse receloso con la chica que sólo quería ayudarle. Esa ofuscada percepción, fruto de su trasiego de emociones encontradas, quedará manifiesta en la magnífica secuencia en el night club: Sobre la imagen del batería se superpone la de Judge (juez) golpeando con furia con su bastón; sobre la de la cantante negra, la imagen de la tarta de cumpleaños (que fundiendo tiempos ye espacios está sobre su mesa).
Como remate, en la salida, ya en la calle, tras expresar a la cantante su admiración por su talento y su belleza de la cantante, no puede evitar que se le escape un no intencionado sesgo racista, del que se arrepiente, cuando se interrumpe al decir que es bella, aunque sea…. (no puede ser más elocuente la expresión de la cantante, la de alguien que está cansada de escuchar semejantes comentarios, aunque no se digan con intención descalificatoria o despectiva; todo un detalle de reflejo de una sociedad). Aún más, como quedará manifiesto en esta travesía de conocimiento, George podrá comprobar por partida doble que las apariencias no sólo no son lo que parecen, y que ha juzgado demasiado presurosamente, sino que puede que descubra que la realidad es lo contrario de lo que imaginaba, que los que estigmatizaba como abominable más bien podrían ser de algún modo víctimas, que la aparente amenaza o lo que parece abuso quizá realmente sea un acto de justicia. Y que las figuras de autoridad tienen sus fisuras ocultas, como sus pies de barro, sus vergüenzas que les cuesta compartir, unas fragilidades que le han convertido en alguien que no interviene, que no se responsabiliza, en alguien elusivo que permite, por tanto, que las humillaciones y las injusticias sigan produciéndose.
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