miércoles, 29 de agosto de 2012
La bella mentirosa
‘Perseguimos algo, y nos perdemos. Perseguimos la posesión. Pero no podemos poseer nada’, expresa, Edouard (Michel Piccoli) el pintor, en ‘La bella mentirosa’ (La belle noiseuse, 1991), de Jacques Rivette, que quiere de nuevo realizar el intento de pintar ‘La belle noiseuse’ (la bella de la discordia, la bella cizañera), ese cuadro en el que buscaba lograr el preciso reflejo del modelo, el reflejo tanto de lo visible como lo invisible, materializar un ideal, hacer posible lo que parece o es imposible. El cuadro lo había intentado pintar diez años atrás, pero desistió cuando apreció que el arte o la obra podía deteriorar la vida, la relación con quien era su modelo, Liz (Jane Birkin), con quien iniciaba relación, y que ahora es su esposa. Liz tiene una habitación favorita en la mansión de otro tiempo ( el del siglo XVII, el del personaje que quiere retratar; la historias son cíclicas, hay una realidad o un cuadro que nos supera), es la habitación de las quimeras, porque no sirve para nada. La nueva modelo será Marianne (Emmanuelle Beart). Es quien nos introduce, con la voz en off, en el relato. La secuencia inicial es otro juego de retrato, juega a que hace unas fotografías a escondidas a Nicolas (David Bursztein), para perplejidad de dos turistas Juegan a que no se conocen, y él le pide dinero por esa foto realizada a hurtadillas, esa ‘imagen robada’. La voz en off de Marianne se pregunta por qué realizan esa comedia, si es una forma de amenizar la espera o de distraer la ansiedad de lo que iba a suceder (el encuentro con Edouard), y en Marianne esa ansiedad absurda sin justificar. Nicolas es pintor, Marianne ama a Nicolas ( así presenta a ambos la propia Marianne).
En el territorio del cine de Rivette los personajes actúan de un modo tan intencional como no intencional, a veces es difícil discernir, incluso a ellos mismos cuesta aprehender el porqué de sus actos. Yo no soy nada. No hago nada. No quiero nada. ¡Es el cuadro el que quiere! Usted y yo estamos metidos dentro, será un huracán, una catarata, un abismo..., expresa Edouard a Marianne, que le responde que ya no siente su cuerpo, y él replica que tampoco. La vida, ese cuadro o escenario de las relaciones, de creadores y modelos, que pueden intercambiar o alternar sus papeles. A Marianne le disgusta que Nicolas haya aceptado sin preguntárselo, que sea la modelo de Edouard. Ha tomado la decisión como si ella fuera su posesión, una extensión de su voluntad, por mucho que él diga que no haya obligación de que lo haga; pero el gesto está hecho. Es el gesto que piensa en una idea, un privilegio, el que alguien que sea parte de su vida sea protagonista de un cuadro del pintor que admira. Pero esa idea se tornará en tormento cuando otras ideas le consuman, el del fuera de campo de las sesiones de posado. Fuera de campo que también consumirá a quien no tenía quimeras, Liz. Lo que desconoce Marianne es que los hilos de la comedia iban más allá, otra era la voluntad artífice que había propiciado que ella fuera la modelo de Edouard. No era algo tan azaroso, como el agente de Edouard sugiriendo que Marianne pose para él. Ya Edouard tenía en mente tal propósito. Representaciones, maquinaciones, proyecciones.
¿Y la verdad? Edouard afirma que la verdad puede destruir, que entregarse al cuadro, que es la búsqueda de un esclarecimiento, de la verdad desnuda, destruye las relaciones, porque quizá se evidencian sus frágiles cimientos, su artificiosa construcción (¿Realmente se siente el sentimiento o se necesita sentir? ¿O es una proyección? La intensidad de lo que se siente quizá no tenga que ver con una real conexión con el otro. De ahí, la ciega sobrevaloración cultural de la pasión, de la intensidad, que excusa tantos desencuentros y tanta violencia. En suma, ¿Sabemos ver al otro?¿Vemos lo que queremos ver o verle en toda su desnudez quebraría la ilusión?). En el desarrollo del posado, Marianne en un principio, se muesta rígida, con una mirada encendida, casi hostil, recelosa, como quien está exponiéndose, como quien está en una situación de subordinación. Su cuerpo es como el de un autómata que él dirige en cada posando, marcando las posiciones y gestos. Poco a poco se irá mostrando más desenvuelta, empezando a comportarse, conducirse como un cuerpo, no una figura cual estatua. E incluso adoptará el dominio del escenario (aparente), cuando empiece a proponer las posiciones de posado, e incluso llegue a incentivar al propio creador para que no desista cuando éste muestra sus dudas y su inseguridad ante la consecución de su propósito. En ese proceso ella ha ido mostrando lo que él necesitaba, buscaba, no su carcasa, su anatomía, sino lo que hay dentro, que es la real impudicia. Marianne se explora a sí misma en el proceso, se muestra, se descubre, como quien penetra en la raíz, en las entrañas tras los escenarios y las bambalinas, esa oscuridad en la que te ves y sientes desnuda, y siente que su amor no era real.
Por eso, el cuadro resultante no lo vemos. Sí Marianne y Liz, porque es el retrato de lo invisible, en el que Marianne se verá fría y seca porque así se siente realmente. Como le avisó Liz ha sido manipulada por Edouard, quien ha jugado con ella. El cuadro que mostrará él a todos, es otro, sin rostro, lo ‘visible’ que permite que las relaciones prosigan. En las secuencias finales, Edouard y Liz, tumbados en la cama, mirando a la luna. La mujer que no pide deseos a las estrellas fugaces porque no espera nada. El hombre que pregunta si después de tanto cansancio se puede saber lo que permanece muerto, y lo que se puede restablecer. Porque ambos se sienten muertos. ¿Ha sido una comedia, y volvemos al inicio, con su réplica de pintor y modelo jóvenes en Nicolas y Marianne, para amenizar su no espera y distraer la ansiedad absurda ante un tiempo que se sigue fugando de las manos y consume con la obscenidad de lo real el fulgor de las quimeras que alentaba la relación en sus inicios?¿Emborronar aquel cuadro irresuelto que retraba a Liz con el culo de Marianne no era sino la cizaña o discordia que reactivara un escenario mortecino de ilusiones apagadas, el recuperar esa desesperada búsqueda de una Idea (de lo sublime; la fusión de mirada y cuerpo, de uno y otro, desnudos), el deseo de ese logro a materializar, a alcanzar, que suponía incentivo para vivir, ahora que la mirada yacía postrada en el discurrir de los días? ¿Y ahora qué? Le pregunta Edouard a Liz, ambos postrados como espectros en la cama ¿Y Marianne? Tras ese brillante juego escénico de breves duetos en la extraordinaria secuencia final, Marianne sabe que puede decir no a los falsos espejismos, al sentimiento que no era sino un escenario, y a las intrusiones modeladoras de los otros, que esperan que, como réplica, te pliegues y adaptes a la trama de sus escenarios y proyecciones.
El tiempo, has olvidado la base estilistica de la pelicula,el tiempo.Psicologicamente buen analisis
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