jueves, 2 de agosto de 2012

Cielo negro

Photobucket La cenicienta, la bella durmiente, Cyrano Bergerac, figuras de sueños romántico que encuentran, en 'Cielo negro' (1951), de Manuel Mur Oti, su vertiente destripada, como deshilachados muñecos de feria entre los charcos a ras de suelo, tras la intensa tormenta, como ese cielo negro que debía ser luminoso cuando tantas estrellas refulgen en el firmamento, pero la luz, la de los sueños, va disminuyendo a medida que se apróxima a la realidad, a nuestra percepción, ya no obnubilada ni desenfocada, ni cegada, ya sólo ciega (la ceguera ya no del no discernimiento, sino la del desamparo ante un destino aciago, sin sentido ni propósito), como la decepción que arrumba las ilusiones. Emilia (Susana Canales) ha vivido siempre con su madre, no ha salido con chico alguna, vive al margen, en los márgenes, una vida suspendida, es modista en una tienda, no es modelo, protagonista de las pasarelas de la vida. Ha vivido dormida. Pero sueña, con Fortún (Luís Prendes), por el que pasa noches en vela por ayudarle a hacer unas traducciones. Emilia usa gafas porque sin ellas la realidad es borrosa, como lo es al no ver que Fortun no le corresponde. Cuando él le propone una cita para esa noche, en la verbena ( a la que ella nunca ha ido), ella ya piensa que los sueños van a cumplirse. Fortún es aún más miope que ella porque no percibe hasta esa noche, entre atracciones de feria, lo que ella siente, cómo le mira ( o cómo no le ve). Como en la magnífica 'Lonesome' (Paul Fejos, 1928), la pareja se ve separada por la multitud cuando 'irrumpe' una tormenta, pero ya otra distancia más irreparable se había dado entre ellos cuando ella ha comprendido que él no la corresponde. La cenicienta Emilia vuelve desolada, con su vestido de ensueño, el que había robado de la fiesta, empapado y sucio. Photobucket Los espejos ya no le devuelven el brillo de una ilusión sino el emborronamiento de una realidad que ya no vale la pena mirar. Ayer hablaba de las distancias que aplicaba Lattuada con unas situaciones argumentales que respondían a los patrones del melodrama puro, los del exceso, el deasfuero y los extremos. Mur Oti se entrega a ellos, con aspereza, como quien los raspa hasta que asoma el hueso, dejando que las tinieblas de lo aciago se enseñoreen de la narración. Cada vuelta de tuerca no sólo aprieta sino que ahoga más si cabe la vida de Emilia, sumando desgracias, como quien pone cada vez más ladrillos sobre una existencia ya tapiada. Pero siempre modula ese exceso con una precisión afilada, como quien corte simetricamente varios trozos de carne. En cuanto desaparece el (miope y patético) príncipe, aparece el poéta, Lopez Veiga (Fernando Rey), no menos patético, y más hambriento: por unas ensaimadas, un café y unos pocos halagos a su vanidad, escribe unas cartas de amor, encargadas por la que fue novia de Fortún, contestando a las cartas de anhelo desesperado de Emilia. Una especie de Cyrano aunque no escriba en nombre de nadie ( como se hacía en la notable 'Cartas a mi amada', 1945, de William Dieterle), sino por la mezquina y cruel satisfacción de un despecho. La poesía al servicio de la perfidia. No sólo se alimentan falazmente los sueños de Emilia, sino que en nuevo giro de lo aciago, la alegría (tan raras son en esta vida, como señala el doctor) de una inventada propuesta de boda de Fortún, provocan que la salud de la madre se resienta, y con los días contados. En nuevo sangrante giro de este 'refinado ejemplo de cine de la crueldad', Emilia 'alquila' al arrepentido poeta para que se haga pasar por el príncipe que obviamente no vendrá. Poeta y principe fusionados, la creación de un definitivo agujero negro. Photobucket El primer plano de la película era el de un puente que se ve desde la ventana donde vive Emilia con su madre; la cámara realizaba un movimiento de cámara de retroceso, apareciendo a la izquierda del encuadre una pequeña jaula. Esa es la vida de Emilia, una jaula (otra jaula se ve en el piso de Lopez Veiga). Al final en ese puente, dada la ausencia de puentes que cruzar en su vida, es la solución para precipitarse en el vacio y huir del propio vacío. Pero las campanas resonarán, en un delirio de repicar que no parece tener fin, mientras (en un larguisimo travelling de seguimiento) Emilia corre por la calle, bajo la lluvia, bajo otra tormenta (bajo una sufrió la 'tormenta de la decepción', como una carrera desesperada en busca de otro 'cielo' en el que guarecerse, el de otro altar, en este caso, no el de los sueños románticos, sino el de una iglesia). También con unas campanas repicando finalizaba otro melodrama extremo, 'Rompiendo las olas' (1996) de Lars Von Trier. No sé si había visto esta obra de Mur Oti, pero desde luego nada que ver entre la oda al enfermizo masoquismo del cineasta danés con el implacable magisterio de la excepcional película del cineasta español (también autor del guión, junto a Antonio Gonzalez Alvarez), que nunca deja que la afectación ni el regusto por la desgracia emponzoñe la intensidad no exenta de fulgurante rabia. En su disección del muñeco de los sueños sangra el anhelo de vida.

2 comentarios:

  1. Por una de esas extrañas coincidencias, ayer respondía en un blog de cine que suelo visitar al tono un tanto frívolo con que la jefa de ese blog se enfrentaba al film de Mur Oti.
    "CIELO NEGRO" es un melodrama de tintes negros absolutamente atípico en el panorama del cine español de la época; un film valiente, resuelto sin concesiones y con una clara voluntad investigadora que llevó a Mur Oti (creo que era su segundo trabajo como director) a mover la cámara como no se había hecho antes para conseguir el efecto dramático o el clima deseados. Eso, y una excelente dirección de actores que consiguió de Susana Canales una portentosa creación (impresionante secuencia en el oftalmólogo, resuelta en clave expresionista).
    Para la historia ha quedado el travelling de más de 500 metros siguiendo a la prota gonista en su carrera bajo la lluvia, desde la barandilla del madrileño Viaducto de la calle Segovia, hasta la iglesia de San Francisco el Grande.
    Un saludo.

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  2. Sí,es un melodrama, tan atípico, como sorprendente, como lo fue, en aquella época, 'Vida en sombras'. Es fasciantente cómo ambas van a pelo con la emoción, a la vez que se traman sobre tan sugerentes y complejos subtextos. A la altura de los más grandes melodramas de cualquier cinematografía.

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