martes, 21 de agosto de 2012
Anthony Hopkins, la mirada que asombra
Anthony Hopkins, el hombre al que en unos meses veremos intepretando a Hitchcock durante el rodaje de 'Psicosis', en 'Hitchcock' (2012) de Sacha Gervasi, conquistó las cimas de la popularidad y notoriedad ( y hasta merecido reconocimiento)
con su memorable interpretación de Hannibal Lecter en 'El silencio de los corderos' (1991), de Jonathan Demme. 16 escasos minutos que 'vampirizaban' el resto del metraje, una magistral lección de arte interpretativo aplicando el menos es más no sólo a cada gesto sino a la misma inmovilidad. Lecter era una 'presencia' que devoraba la voluntad, que la cautivaba e hipnotizaba con su mirada y dicción perforadora. Su éxito propició un giro radical en la carrera de Hopkins, que acababa de retornar a Londres, después de unos años intentando afianzarse en Hollywood, ya con la resignación de que se convirtiría en un respetable actor del West end o de producciones de la BBC. Particularmente, Hopkins era uno de esos actores que conformaba ya la elite de mis actores predilectos. Recuerdo en mi niñez como me sobrecogío su interpretación en la serie 'QB VII', interpretando a un doctor polaco acusado de colaborar en experimentos médicos en los campos de concentración. Su interpretación me conmocionó de tal modo que recuerdo sentirme indignado cuando fue declarado culpable ( y no porque no fuera inocente; aunque la cuestión que dotaba de complejidad al conflicto era el desgarro de sentirse incapaz de enfrentarse a aquella situación, de poder decir no ante una acciónque le resultaba aberrante). Ya me hizo sentir entonces cómo era un actor capaz de transmitir las emociones más contrastadas que demolían los fáciles juicios. Más allá de sus apariciones como parte del magnífico casting de la discreta 'El enigma Juggernaut' (1974), de Richard Lester (aunque sea de lo más aceptable de un cineasta cuya filmografía vista hoy se descubre bastante insipida), o de su protagonista en la serie 'El caso Lindberg' (1976), me impresionó también con su interpretación en la espesa 'Un puente lejano' (1978), una de ls cinco colaboracions que realizó con Richard Attenborough, protagonizando los pasajes más interesantes ( junto al de Robert Redford) de una película que se convertía más en un juego de expectativa ante qué personaje interpretará la próxima estrella que aparezca fugazmente. Pero la intepretación que me marcó, como una brasa en el corazón, fue la del doctor de 'El hombre elefante' (1980), de David Lynch, una de esas películas que ha forma parte de mi antología emocional, y en especial, un instante protagonizado por Hopkins, que considero entre lo más sublime vivido en una pantalla, aquel momento en el que, por primera vez, ve a John Merrick, entre sombras. Ese largo plano, en travelling de acercamiento hacia su rostro, en el que brotan las lágrimas. Su expresión, su mirada, de asombro y compasión, de auténtica conmoción, emblema de la empatía, desgarra las entrañas (lo Bello y lo Siniestro Conjugado en una expresión). Durante los 80 su carrera no parecía despegar, entre rutinarias obras como aquella discreta 'La carta final' (1987), de David Hugh Jones o '37 horas desesperadas' (1990), de Michael Cimino, en la que su intepretación refulgía como uno de sus aspectos más brillantes, en especial su expresión de furia y hartazgo, de tensiión liberada, cuando por fin domina la situación y apunta con la pistola al secuestrador encarnado por Mickey Rourke. Tras su éxito con Lecter, en los años siguientes realizó algunas de sus más soberanas creaciones, En concreto, en 1993, en 'Tierra de penumbras' de Richard Attenborough y, sobre todo, en 'Lo que queda del día' de James Ivory, que me parecen lo logrado más de sus respectivos directores. En ambas impartía una exquisita lección de cómo elaborar dos personajes tramados sobre la dificultad o escaso hábito para expresar sentimientos y emociones, enclaustrados o enquistados en una vida ritualizada. Más allá de su reconocida intepretación en 'Nixon' (1995), del generalmente estridente Oliver Stone, o de su protagonista en 'Titus' (1999), de Julie Taymor, su filmografía desde entonces ha sido de lo más discreta o apagada, como si ya trabajara con el automático puesto, sin buscar retos intepretativos de cierta enjundia, o despreocupado de las ambiciones o inquietudes cretivas de los proyectos en los que se embarca o del talento de los cineastas, muchos de ellos intercambiables en su falta de remarcable ingenio.
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