lunes, 30 de julio de 2012
La cruz de hierro
'Todo es accidental, accidental por las manos, las mías, las otras, todas sin mente, de un extremo a otro, y ninguna funciona, ni funcionará jamás. Aquí estamos, en la tierra de nadie'. Cuando presencié (porque con el cine de Sam Peckinpah, no es ver, es presenciar) por primera vez 'La cruz de hierro' (1976), pensé, y sentí, que no sólo era su más precisa representación, sino que te sumergía en la misma experiencia convulsa y caótica que tiene que ser la guerra. Y veinticinco años después lo sigo pensando o sintiendo. Orson Welles, en su momento, le envió una carta en la que le decía que le había parecido, desde 'Sin novedad en el frente' (1931), de Lewis Milestone, la mejor película bélica de soldados en acción de combate. Quizás sea así, con permiso de alguna obra previa equiparable de Monicelli, Pabst, Kobayashi, Ray o, sobre todo, Mann. 'La cruz de hierro' aúna armónicamente reflexión y acción. Por un lado, la mordacidad lacerante y cáustica, a través de frases sentenciosas :'Generalmente, un hombre es lo que se siente ser' responde Steiner (James Coburn) al capitán Stransky (Maximilian Schell), tras que éste le haya ascendido a sargento, y realizado una apología de la ambición, del 'llegar a ser', o gestos (en la visita al hospital un oficial le ofrece la mano a un soldado postrado en una silla de ruedas; el soldado le devuelve el saludo con su muñon, luego con el otro, y por último con su pierna). Por otro, el desgarro, el grito, del horror y de la desesperación hecho carne a través de ese montaje tan característico del cineasta, desde su 'fundacional' 'Grupo salvaje' (1969).
Un recurso del lenguaje, el montaje, que nadie ha dominado ( o ha llevado a tales radicales cotas de hacer del cine inmersión sensorial en una experiencia) como Peckinpah. Por muchos avances que haya habido después, y mucho cine de acción que se haya realizado, nadie ha sido capacidad de superar la refinada musical elaboración de sus escenas de acción, pero no sólo por una cuestión coreográfica ( algo que han captado superficialmente sus emuladores, como los de Hitchcock se quedaron con la carcasa del suspense), sino, ante todo, porque nadie ha sabido extraer esa emoción que hace sangrar las entrañas (y que llega a su culmen en la secuencia crucial del ametrallamiento en el desenlace: En mi vida siempre quedará la palabra 'demarcación' asociado a este desgarrador y excelso momento; y quizá es la que debemos gritar tal como va el mundo, y tal como nos 'ametrallan'). El otro día comentaba que los primeros planos en el cine de Hitchcock y Bergman son únicos, por eso fácilmente identificables. Peckinpah es equiparable, sobre por ese 'entre' los primeros planos, elaborando un ritmo subterráneo en el montaje musicalizado a través de las miradas de los personajes; para mi fue una de mis primeras revelaciones de lo que 'podía ser el cine', cuando vi por primera vez 'Grupo salvaje' (con 16 o 17 años), cómo se podía extraer una emoción tan 'palpable' que te sacudía y conmocionaba desde la misma pantalla, incluso con miradas y gestos.
Por eso, aunque esté trufada con esas sentencias, aforísticas, que condensan una mirada crítica sobre la guerra y el estamento militar, son los rostros lo que condensan esa impotencia, desesperación, escepticismo, cansancio y rabia. Desde el que 'porta' James Coburn, el de quien ya ha cruzado al otro lado, y sabe que vive en la tierra de nadie, a los de Kissel y el coronel Brandt (James Mason). Este sigue aplicado a su puesto, pero sabe ya que los soldados ya sólo combaten para sobrevivir, no porque defiendan o sirvan a la cultura europea, una ideología o un partido. El capitán Kissel (David Warner) condensa el cansado nihilismo que exuda la película, como ejemplifica su irónico brindis por los 'héroes idiotas'. O su frase (en una secuencia prodigiosa en la que se combinan sus frases escépticaa con las consecuencias de un bombardeo, como un soldado saliendo despedido sobre unas alambradas):'Si eso es lo que nos queda, Stransky y Steiner, que Dios nos ayude'.
Stransky, aristócrata prusiano, que no comulga tampoco, como ninguno de los otros oficiales, con el ideario nazi, pero sí cree en una diferencia de clases, es decir, la superioridad, incluso de moral y sensibilidad, de unas clases sobre otras (cuando le señalan que los padres de Kant y Schubert eran gente de extracción humilde, replica que eran excepciones). Representa el arribismo, el ansia de alcanzar notoriedad, de triunfo, la falta total de escrúpulos, la manipulación aviesa. Cómo utiliza, como instrumento de sus conveniencias y retorcidas conspiraciones, a un oficial, tras amenazar con descubrir sus gustos homosexuales. Su mezquindad es tan grande que, como Steiner se niega a declarar que Stransky se comportó como un héroe en combate para que así consiga su anhelada cruz de hierro, que Steiner posee ('un trozo de hierro'), no le avisará a él y sus hombres cuando se trasladen, dejándoles solos y 'vendidos' al ejercito ruso que va a tomar sus líneas. Steiner es la eficiencia, es, como señala Kissel, 'el mito, la última esperanza, y por eso muy peligroso'. Aunque desprecie a los oficiales (incluso a los 'comprensivos ' como Kissel y Brandt), al uniforme ('bajo un uniforme siempre hay otro'), y a la misma guerra ( su grito desgarrado cuando matan al niño ruso, que ha liberado, sus propios compatriotas), casi se puede decir que la guerra es su hogar.
Como le señala Eva (Senta Berger, que encarna el contrapunto sangrantemente lúcido que desvela las carencias y fisuras de la figura masculina, como en 'Mayor Dundee'),la enfermera del hospital en el que ha estado convaleciente de unas heridas sufridas en combate, enfermera con la que ha iniciado una relación, '¿Tanto amas la guerra? Es eso lo que te pasa, Steiner, o tienes miedo a lo que serías sin ella?'. Steiner sería 'nada' (sería como Conan en el demoledor final de 'Capitán Conan' de Bertrand Tavernier). Steiner encuentra en la guerra una paradójica sensación de hogar, la que proviene del compañerismo con los hombres a su mando. Esa solidaridad, complicidad y entrega, encarnación de un genuina amistad, que no he visto expresada con tal intensa y elocuente rotundidad en otra película del género. Por eso, ese desolador final, en el que tras recorrer todo un via crucis entre las líneas enemigas, son ametrallados por sus propios compañeros, resulta tan soberanamente desgarrador. Sólo resta el grito de impotencia, furia y desesperación aunque se acribille a la mezquindad . O la carcajada, con la que finaliza la película, la que sabe que todo es absurdo, accidental, porque la Razón hace tiempo que fue decapitada.
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