lunes, 23 de julio de 2012
La caida de la casa Usher
'La caida de la casa Usher' (1928), de Jean Epstein, quien adapta junto a Luis Buñuel el relato breve de Edgar Allan Poe, no dejaba de evocarme a 'Drácula', no sólo por esas secuencias introductorias nocturnas con recién llegado a tierra extraña, calesa que surca la noche y taberna con aldeanos que parece la antesala a ese otro mundo 'aparte' que representa la mansión, ni por las diversas sugerentes ramificaciones sobre el concepto de vampirismo, incluso sobre el mismo arte (todo lo relacionado con el cuadro que pinta el dueño de la mansión, Roderick (Jean Debucourt), retrato de su hermana gemela, Madeleine (Marguerite Gance), que parece no sólo más vivo, de la cada vez más 'anémica' hermana, sino 'la vida', sino, ante todo, por esa febrilidad que caracteriza su narrativa, como si se hicieran celuloide aquellos ojos inyectados de sangre de Christopher Lee en el 'Dracula' de Terence Fisher. Una febrilidad que absorbe y suministra energia, vida, es tal su arrebatada intensidad esta sorprendente obra que combina expresionismo y surrealismo, como si con su narrativa diera dentelladas con un impetuoso aliento de experimentar, de descubrir, de probar (entre convulsiones, un lenguaje, el del cine, aún por descubrir los amplios márgenes inexplorados), de hacer experiencia, sensorial, la narración, un trance, además llevado a sus límites, para quebrarlos, porque en su narración los límites se difuminan y funden, como la misma vida y muerte, como la impresión subjetiva y el discernimiento de lo real. ¿Dónde queda ese 'entre' sino en un incierto abismo que es a la ve puente entre el sujeto y la realidad? ¿El cuadro que elabora aspira la vida de la hermana? ¿La casa absorbe la energía de los que la habitan? ¿Está todo en la mente?
El arte busca la vida, busca esa mirada que la haga sentir más cierta, ese enfoque nítido que se convierte en epifanía, en esclarecimiento, pero ¿qué 'enajenas' en ese proceso, en ese ansia? La lectura del combate del caballero con el dragón precede a la última convulsión, la de los cimientos de la mansión, a la par que 'aparece' ( ¿o reaparece?) la hermana que se creía muerta, y que había sido enterrada cataléptica.
¿Ese derrumne de la mansión es de la mente de Roderick, el ego cerrado, obsesivo (lo que subyace en esa supuesta maldición que él cree presente en la alienante mansión), que es demolido, para poder dotar de vida a lo real (o la mirada sobre lo real, ahora con capacidad de discernir, de mirar hacia 'afuera'), a lo que se ha querido modelar para proyectar 'su' propia visión, que no el retrato esclarecedor como se creía, el reflejo de la vida, sino el reflejo del propio yo? La convulsa narrativa, pura música desplegada como embates de olas, como sacudidas de un impetuoso viento, con cambios de planos a tajazos, una vibrante ordalía que alterna primeros planos (como si los redescubriera, e hiciera carne con ellos de esas emociones interiores convulsas) y planos generales ( de esos asombrosos decorados, que parecen dotados de vida, como si respiraran, aunque en otra atmósfera, ralentizada, con esos cortinajes agitados por el viento o los libros precipitándose con lentitud en el vacío; esa atmósfera ralentizada es la 'ajenidad' hacia la vida; cuando la hermana parece que muerte se desploma en un fascinante ralenti)
Y que alcanza asombroso cenits como el montaje secuencial cuando Roderick toca la guitarra, y el montaje de planos, que hace cuerpo de su música, de corrientes de agua y bosques se alternan, con diversos cambios de ritmo, cada vez más intensos, como esa enfebrecida obsesión de Roderick (de ¿el artista?) de captar el momento, el tiempo, lo real, la naturaleza, el rostro de 'lo otro', en el arte, transformándolo en experiencia total que retrate/capte la vida y a la vez la transcienda, la eleve a la experiencia de lo sublime, revele el misterio subyacente, pero fugitivo (para nuestros límites) de la vida. Pero el vampiro/artista corre el riesgo de que esa obsesión se convierta en su propio dragón, pues niega la vida, la absorbe para hacerle sentir que paradojicamente él con su arte dota de vida (luz) a la vida (cuando quizás más bien la ha 'velado'; como el rostro de su hermana que cuando resucita 'surge' entre velos). Ese forcejeo interior, esas convulsiones de 'los velos de la manete', Epstein logra convertirlas en ('realizarlas' como) narración (cautivadora).
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