martes, 26 de junio de 2012
La conquista del oeste
La exultante banda sonora de Alfred Newman, ya desde los títulos de crédito de 'La conquista del oeste' (How the west was won, 1962), de Henry Hathaway, John Ford y George Marshall, transmite, y propulsa, un vigoroso impulso de acción, comparable a los acordes compuestos por Elmer Bernstein para 'Los siete magníficos' (1960), de John Sturges. Hacen sentir que es materializable lo posible, que hay un talante que permanece incombustible, perseverante, confiando en lo mejor de la naturaleza humana (en su capacidad de contrucción), por reiteradas que sean las adversidades, decepciones, barbaries, penurias y calamidades sufridas ( o inflingidas). Una obra, dividida en cinco partes, que relata los avatares, durante 50 años (1539-1589), de tres generaciones de la familia Prescott. Una obra, en su visión de conjunto, emborronada por el prestigio del tercer ( y más breve) de los pasajes, 'la guerra civil', realizado por John Ford. Aunque ciertamente sea admirable, resulta ahora sugestivo contemplar el todo desde la perspectiva de que es un proyecto gestado y supervisado por el director de 'Los rápidos', 'La llanura' y 'Los forajidos', el primero, segundo y quinto pasaje, Henry Hathaway (el cuarto, 'El ferrocaril', fue dirigido por George Marshall, que fue supervisado por Hathaway, quien hubiera hecho lo mismo con el de Ford, pero que alguien intentara modificar algo realizado por Ford era considerado entonces una blasfemia, así que se contuvo). Hathaway, durante mucho tiempo, ha sido considerado un mero artesano, tan hábil como impersonal, sin 'mundo interior', sin señas identificables de estilo. Su sentido de la abstracción es bastante sutil, solapado, y en ocasiones determina que sus narraciones sean más heterodoxas de lo que parece. Se puede advertir, en un mayor o menor grado de complejidad, en los seis excelentes westerns realizados previamente, 'El camino del pino solitario' (1936), 'El pastor de las colinas' (1941), 'El correo del infierno' (1951), 'El jardín del diablo' (1954), 'Del infierno a Texas' (1958) o 'Alaska tierra de oro' (1960), o en los igualmente esplendidos posteriores 'Los cuatro hijos de Katie Elder' (1965), 'Nevada Smith' (1966) o 'Valor de ley' (1969). Y se puede rastrear en 'La conquista del oeste', especialmente, cuando uno ya se ha familiarizado con la escurridiza personalidad de Hathaway, con esa engañosa transparencia de doble fondo.
'La conquista del oeste' puede verse como un trayecto, el de la necesaria cohabitación armoniosa de las luces y las sombras, de los opuestos, del afán de construir y crear y la lucidez del espíritu exiliado que no confia en la naturaleza humana, de la solidaridad del espiritu colectivo y del irreductible emprendedor invidualismo, trayecto en el que no dejará de forcejearse por la tendencia humana a la depredación, a la insolidaridad y la ciega codicia (sean ejercidas por representantes del orden o no). En los dos primeros capítulos asistimos a dos de las acciones que definieron la determinación de 'habitar' un espacio virgen, indómito, el territorio Oeste. El primero, por agua, cuando se creó el canal Erie, como la familia Prescott, comandados por Zebulon (Karl Malden), cruzando el territorio montañoso de Illinois surcando las corrientes, enfrentado a piratas de río y a los rápidos (equiparándose, vía por agua, al descubrimiento del nuevo mundo). Una de las dos emblemáticas relaciones 'fundadoras' se gesta en este capítulo,la de Eve (Carroll Baker), con el trampero Linus (James Stewart), que abandonará sus aventuras solitarias para asentarse y formar una familia. La otra relación 'fundadora', entre opuestos, se dará en el segundo capítulo, también en el seno de otro viaje o desplazamiento, el trayecto para habitar unas tierras 'vírgenes', la caravana hacia Oregon. La otra hija de los Prescott, Lilith (Debbie Reynolds), que se ha dedicado a actuar como cantante en las cantinas (Lilith, el lado femenino que sabe cohabitar con el espacio de las que no son consideradas buenas, o convencionales, costumbres), sellará/fundará su relación, no con el hombre convencional que tiene un gran rancho, Morgan (Robert Preston), sino con el jugador de fortuna Cleve (Gregory Peck), quien prefiere en la vida 'apostar' ( en el futuro, se convertirá en el protótipo del empresario emprendedor, erigiendo una empresa ferroviaria). En los terceros y cuartos pasajes los opuestos se confunden, ya es dificil discernirlos, ¿qué bando tiene razón? ¿ no es la guerra un absurdo y un horror más allá de uniforme que vistas? ¿No es un horror matar? La guerra no es lo que se imaginaba, como le ocurre a Zeb (George Peppard), hijo de Eve, cuando soñaba desde la distancia con la gloria: lo real son cuerpos despedazados. Un momento conversas con alguien, con el uniforme enemigo, pensando ambos en desertar de tal horror, y un momento después tienes que matarle porque porta un uniforme distinto y pretende matar a otro con el mismo uniforme que tú. O, como refleja la conversación entre dos altos mandos, Grant (Harry Morgan) y Sherman (John Wayne), un día te consideran loco y otro héroe. El despropósito y el horror (como esa táctil, casi supurante, espesura nocturna que domina los planos) de la guerra es, de nuevo, implacablemente desnudada por Ford como lo había sido en la magistral 'Misión de audaces' (1959)
Y, en el episodio de la construcción del ferrocarril, ¿no es el mismo orden generador de horror, de barbarie? El presunto orden ya que es mera imposición de poder, como ocurre con el ferrocarril que pasa por encima de cualquier territorio, derecho o escrúpulo, sin importar lo que sientan o necesiten los que viven allí, los indios. No deja de ser elocuente que la 'respuesta' simbólica de los indios sea provocar una estampida de bisontes que cruza las obras del ferrocaril, una expresiva manera de decirles a los 'blancos' cómo les han 'arrollado' de igual manera, que su ferrocaril es una 'estampida' que arrasa su territorio, creando desolación y desgracia (como las muertes que crea el paso de los bisontes). En este episodio brilla la figura de otro solitario individualista, amigo de Linus, Jethro (Henry Fonda), contratado para matar bisontes, para suministrar alimentos a los del ferrocaril, al que se exige también que mate indios (equiparándoles con los bisontes) a lo que él se niega, optando por retirarse a las montañas, a su soledad, lejos de la corriente humana y sus miserias, mezquindades y servidumbres. Quien sí confía, en cambio, en la naturaleza humana, en que puede sorprender positivamente, como inesperado es lo que puedes encontrar tras una colina en aquellos territorios, es Zeb, quien, de todos modos, ahora también reniega, como representante del ejercito, de seguir sirviendo a la mezquina doblez del representante del ferrocaril, King (Richard Widmark), que es lo que representa el lado siniestro de la civilización y el progreso (que no respeta al 'otro', y sirve sólo a sus propios intereses).
El quinto episodio es como una purga, alquímica, eliminar las impurezas de lo siniestro, la barbarie de imponer la propia ley (sea la del forajido o la del 'hombre de orden'), manifiesto en el enfrentamiento de Zeb, ahora sheriff (aún representante del orden; aún cree en su posibilidad, en lo cabal y justo), con el forajido Gant, que intenta asaltar un tren (que la acción tenga lugar en un tren no deja de equiparar a dos opuestos que no lo son, aunque parezcan a diferentes lados de la ley, King y Gant). Aunque a la obra le lastre el rodaje con el sistema Cinerama (Hathaway y Ford echaron pestes del mismo) que fuerza en ocasiones la disposición de los actores en el encuadre para ajustarse a ese sistema de tres paneles, la obra brilla en varias set pieces que ponen de manifiesto, una vez más, el incomparable talento de Hathaway para la narración limpia, precisa y vigorosa: el trance de la balsa en los rápidos; el asalto de los indios a la caravana, la estampida de bisontes (si, por lo que parece,Hathaway afinó el montaje supervisándolo) o, especialmente, el magnífico duelo en el tren que finaliza con un descarrilamiento.
Prodigiosa banda sonora de Alfred Newman
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