domingo, 13 de mayo de 2012
Un amour de jeunesse
En una secuencia de la cautivadora 'Un amour de jeunesse' (2011), de Mia Hansen Love, un profesor de arquitectura, Lorenz (Magne Havard-Brekke), pregunta a sus alumnos qué es un fulgor. Tras una serie de respuestas (como si fueran tanteos), que abarcan de la acepción denotativa a la connotativa, les reprende por su restringida imaginación cuando han abordado el concepto de la luz, como si no supieran transcender la literalidad. De la oscuridad hay que partir, y lo que hay que buscar en las definiciones, conceptos son senderos. Es una secuencia que dice mucho de esta película, de su entraña, de su mirada, de su estilo, liquido, como la fluencia de la deriva de un río que es curso. ¿No resulta muy abstracto para una obra perfilada sobre lo concreto? Es una película para aquellos que aman el cine que se trama sobre fulgores, senderos, más que sobre cuadrículas, diagrámas. Para aquellos que les gusta interrogarse. Es un cine de acciones, gestos, miradas, en la que los resquicios, en la que las elipsis, respiran tanto como lo visible, sino más. La trama es escueta: una joven de quince años, Camille (Lola Creton), está enamorada de su novio, Sullivan (Sebastian Urdendowsky). Al de poco tiempo, él decide hacer un viaje a Africa. Se separan. Pasa el tiempo. Las cartas se espacian cada vez más, hasta que no llegan. El mapa en su habitación, en el que Camille señaliza el tránsito de su viaje, e descolgado de la pared. Ya no es pantalla referente en su vida. Pasan los años. Tres. Camille estudia arquitectura. Inicia un relación con su profesor, Lorenz, con quien vive. Al de nueve años, reaparece Lorenz. Aquellos sentimientos, hibernados, se reactivan. ¿Qué es ese fulgor de sentimiento? ¿Lo que vuelve a sentir es porque la conexión es la misma, o es nostalgia de lo que sintió entonces, la restitición de una decepción, de un fracaso aún no asumido?.
Es una obra que no dejaba de evocarme al cine de Rohmer, en concreto a las dos obras que más admiro, 'Mi noche con Maud' ((1969) y 'Cuento de invierno', dos películas muy invernales, cuando esta es muy soleada ( aunque al final aparece la nieve). Personajes que se debaten entre lo que dicen y lo que sienten y piensan, o que creen sentir y pensar, y en las que el tiempo se convierte en una ilusión y en una revelación de lo que se quiso ( y que quizá se traicionó), ya que en ambas hay al final dos decisivos, y transcendentes (en significación) reencuentros (aunque la película, además, parece 'habitada' por ese aliento Handkiano de búsqueda del 'momento de la sensación verdadera' tal es exqisito sentido del captar lo concreto). Cuando Camille se reencuentra con Sullivan le dice que pensar en su relación años atrás es como evocar otra vida. Tras que se despidan, Hansen monta un sólo plano, conciso, de Camille llorando en la cama, y se produce un fundido en negro, largo, el único en toda la película, revelador, nuclear, ese agujero negro sobre el que pivota la película. En un momento dado, Lorenz le dice a Camille que nuestra relación con la vida se define sobre lo imprevisible. No hay modo de poner a la vida,a las emociones, un sombrero, como el que pone Camille sobre un insecto en la casa de campo en la que pasan unos días junto a Sullivan cuando tienen quince años (poco antes de que Sullivan cuestione el absolutismo de sus sentimientos, esa pulsión de control, abrumadora, 'dramatizadora'; a él le gusta derivar, los recorridos sinuosos, los giros imprevistos, ausentarse para retornar, aunque no sepa cuándo, lo que, por otro lado, no deja de tener algo de errático, de tender más a huir que enraizarse).
La vida, las emociones, los sentimientos, son como las corrientes del río que, en la secuencia final, arrastran el sombrero de Camille que ha caído al agua. El amor, sobre todo ese primero, ese que bautiza en sus desconocidas aguas, el que marca a fuego, es tanto un fulgor, como un agujero negro. Paradoja, como la vida misma. Pero no hay que dejar de fluir por senderos, sobre todo si son como los de esta sutil y bellísima obra en la que sumergirse supone algo no muy habitual hoy en día, despertar, interrogarse, sentirse entre los elementos, habitando la vida (la música de las acciones, gestos, miradas), reconstituir el ejercicio de la mirada (exploradora, mirada que se estira y ausculta), sentir que somos enigmas ante los que no hay que dejar de hacerse preguntas. Hay tantas luces en la vida.
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