lunes, 7 de mayo de 2012
Surcos
En una secuencia de la excelente 'Surcos' (1951), de Jose Antonio Nieves Conde, un personaje, una mujer, le pregunta a otro, un hombre, qué es eso del 'neorralismo', a lo que le contesta, tras señalarse que las 'psicológicas' no están de moda sino las neorralistas, que es una película sobre problemática social y gente de barrio. Secuencias después, cuando retornan del cine, ella comenta que no entiende el disfrute de contemplar las miserias de la vida, con lo agradable que es ser espectador de los ambientes de los ricos. La mordaz ironía es que ella es lo que se calificaba de 'mantenida', y que no duda en plantear que lleve a la policía a su nueva criada cuando cree, precipitadamente, que le ha robado. Él, 'el chamberlain', no lo hace porque tiene como objetivo otro intereses con la chica. Es alguien que su buena fortuna la ha conseguido no sólo con actividades legales, es la representación de la 'doble cara', como ambos personajes ejemplifican la insolidaridad como la depredación (o el intercambio interesado), que predominan en la sociedad del momento ( y de ahora), como la competitividad sin escrúpulos, representado, especialmente, en 'el mellao' (Luís Peña). Un panorama que no deja de asemejar a un tétrico infierno. Las 'victímas' son una familia, los Pérez, prototipo de lo considerado despectivamente como 'paletos', que vienen del pueblo a la ciudad, Madrid, con ilusión de encontrar su hueco, y porque, sobre todo su hijo mayor, Pepe (Francisco Arenzana) piensa que es fácil conseguir dinero si te lo propones. La ironía de esa interrogación sobre lo que es 'neorralismo' también se amplifica a la propia condición narrativa de esta esplendida obra.
Su descripción ambiental, no de reconstrucción, de espacios corrientes, de la 'gente de barrio' (incluida agencia de desempleo) se conjuga con una cnstrucción dramática lindante con eso que denomina la mujer, 'psicológica', ya que, por un lado, asistimos a un trayecto simbólico, el de la degradación de una honesta familia corrompidos, humillados, o denigrados en la ciudad, y en su mismo título, ya que pocos surcos literales pueden encontrar en el asfalto, sus surcos son mucho más ásperos e inclementes, y no permiten lograr frutos, sobre todo si el planteamiento es la integridad, y, por otro, recursos dramatúrgicos que 'pervierten' lo (neo)real con rasgos del melodrama y hasta del film noir (la vida al fin y al cabo, es una ficción, la de los sueños que se emborronan con las arrogancias y autoengaños, y las sórdidas tramas en las que el otro es una pieza a conseguir o a eliminar para obtener lo que se desea). Es el personaje de 'el chamberlain' quien se convierte en la (mefistofélica) figura que les conduce al abismo. A Pepe, porque no duda en aceptar entrar en el negocio del estraperlo (él que se las daba de arrogante y despectivo con su hermano menor porque dispone de la maña suficiente para encontrar trabajo), que implica robar los sacos de los camiones al amparo de la nocturnidad en carreteras aisladas.
A Antonia (Marisa de Leza), porque se aprovecha de sus sueños de ser cantant, y no duda en dinamitar su actuación (pagando a tres chicos que la sabotean interrumpiéndola cada dos por tres), para aprovecharse de su desconsuelo (a retener el cariz casi fantástico, muy signficativo de su condición de 'fumista'mago/titiritero, del último plano que se le dedica a 'el chamberlain', 'desapareciendo' cubierto por el humo de una locomotora tras realizar un último crimen). La madre amonesta al padre por haber permitido que la policía le confisque la cesta con caramelos y cigarrillos que vendía sin permiso (en una secuencia planteada con humor grotesco, por el acoso al que se ve sometido por los niños en un parque que acaban rodeándole como una marabunta), pero luego, ante las perspectivas de la prosperidad, no será capaz de advertir los esquinados reales intereses de 'el chamberlain' con su hija, lo que deriva en una sucesión de mamporros del padre, en nombre de pleistocénico conceptos de la españa profunda como el honor y la verguenza, tanto a la madre como a la hija. Lo patético y lo descarnado se entrelazan de modo impecable ( e implacable) en un dibujo social que puede decirse que, entre corrosivos reflejos, deriva en neorralismo de autoengaños, ciegas ambiciones, arrogancias, depredación y cruel insolidaridad. El trayecto de ida y vuelta, pasando por el abismo, de unos inconscientes títeres.
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