martes, 1 de mayo de 2012

Muerte en Venecia, Ludwig y La caída de los dioses- ENTRE EL INFIERNO Y EL LIMBO LA TRILOGIA ALEMANA DE VISCONTI

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ENTRE EL INFIERNO Y EL LIMBO LA TRILOGIA ALEMANA DE VISCONTI Por Alexander Zárate La caída de los dioses, Muerte en Venecia y Ludwig fueron etiquetadas como la trilogía alemana, pero fue más azaroso que premeditado el que fueran consecutivas. Tras la segunda, Visconti se dispuso a adaptar la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, pero desistió por los continuos aplazamientos. Resulta más revelador contemplarlas como reflejo de cómo no parecía creer posible la armonía y equilibrio entre los ideales y la realidad. El príncipe Salina (Burt Lancaster) desaparece en las sombras de un callejón en el último plano de El gatopardo (Il gatopardo, 1963). Abandona el escenario de la vida, que será dominado, como vaticina, no por gatopardos sino por hienas y chacales. El rey Ludwig de Baviera (Helmut Berger), en Ludwig (id, ,1973), decide, en los últimos años de su vida, vivir en las sombras, porque considera a la realidad mezquina e insoportable. Salina representa la integridad, cierta aristocracia del espíritu, en unos tiempos de transformación en los que toma el relevo en el poder una clase capitalista vulgar pero rica. Transige para que sus herederos, en concreto, su sobrino Tancredi (Alain Delon), se beneficien de la adaptación a otras formas de poder. Sabe que se acerca su decadencia, no sólo por edad, porque siente que ya envejece, sino porque su tiempo, su época, se acaba, y hay que hacer concesiones. Negocia con la realidad y se sacrifica. Ludwig, en cambio, rechaza esa trama materialista de alianzas, intereses, estrategias y conveniencias porque derivan en la traición y la decepción. Por lo tanto, opta por negar la realidad. Esas sombras que habitará participan de una cualidad paradójica. Es la realidad que no domina y que ciega con la linterna mágica de sus ilusiones de anhelo de absoluto, la búsqueda de un imposible a la que sacrificará su vida, al no saber habitarla. Y las sombras serán, a su vez, su refugio, como esos castillos que ordena construir y que nadie habita sino él, apartado del mundo real y cautivo de su aspiración a sentirse él mismo enigma, esto es, la encarnación de un Ideal elevado transcendente, cuando no es sino una mera sombra de lo que no ha podido ser. Como enigma es el joven Tadzio (Bjorn Andressen) para el músico Aschenbach (Dirk Bogarde) en Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971). Una pantalla en la que éste proyecta su anhelo de Ideal Absoluto armónico y equilibrado. Pero la esfinge le devuelve la mirada, evidenciando su condición corpórea. Trastorna sus sentidos porque desajusta su férreo orden moral y quiebra los límites posibles. El enigma se ha hecho abrasiva incertidumbre. En la ambigüedad de su mirada se enmaraña la promesa de éxtasis armónico y el miedo a la decepción. Por ello, Aschenbach le musita: No me mires así. Porque ¿qué se hace con el cuerpo de un Ideal de absoluto si, además, es un joven efebo?
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APOCALIPSIS, PURGATORIO Y LIMBO Hay todo un trayecto, en este periodo de la obra de Visconti, en el que parece enfrentarse a sus propios fantasmas, los cuáles se debaten, desgarradamente, en la pantalla. Transferencias de un diálogo interior, entre sus ideales elevados y una realidad inhabitable, un infierno investido con los atributos del Apocalipsis, ya dominado por las hienas y los chacales, como refleja en La caída de los dioses (la caduta degli dei,1969), cuyo significativo primer plano es el del fuego del acero fundiéndose. El barón Von Essenbeck, el patriarca de la familia, dueño de la acería que suministra material de guerra al ejército alemán, es reverso y suplantador siniestro de Salina, al que se equipara en estrategias. Hace lo mismo que éste, maquina para posibilitar la adaptación a los nuevos tiempos (hace un mes que Hitler ha tomado el poder). Durante la cena inicial decide que su sucesor sea el de afiliación nazi, por conveniencia para un beneficioso futuro de la empresa, y no quien desprecia sus principios ideológicos, Herbert (Umberto Orsini), noble y refinado entre una jauría de codiciosos y crápulas enzarzados en una despiadada lucha por el poder. Al remiso a integrarse en una realidad ajena a sus escrúpulos morales se le impele al exilio, cuando no es erradicado (su familia es ejecutada en un campo de concentración). Pero también, como Aschenbach, quizás un pálido espectro de Salina, el querer ajustar la realidad a unos ideales sensibles puede abocar a otro tipo de destierro que es extravío. Como se percibe en su primer paseo por el salón del hotel buscando un lugar donde ubicarse, movimiento descentrado que asemeja al de Salina en la secuencia final de la fiesta en El gatopardo. Errante sombra fuera de lugar, Aschenbach es un hombre extenuado, desprovisto de ilusión, derrotado (cfr. los largos primeros planos sobre su rostro, mientras arriba su barco a Venecia). Está atenazado por el peso de lo pérdida: La juventud, su hija recién fallecida y la imposibilidad de materializar sus ideales en la realidad. Es un condenado, un fracasado. En el fondo se siente grotesco, una figura ridícula, como el homosexual pintarrajeado que le alude en el barco al llegar, cual burla de la realidad, y más tarde, el cantante de dientes cariados. Como lo son los de esa figura grotesca en la que se convierte Ludwig, cual no-vampiro que no cree en el cuerpo, sino sólo en el alma, enajenado en su conversión a personaje en un escenario de fantasía, las cuevas de Lohengrin, que ha modelado ajeno al mundo real. La caída de los dioses representa, por tanto, esa realidad pesadillesca en la que la conciencia ha desaparecido y que no pueden, o no quieren, asumir Aschenbach y Ludwig, su contraplano, buscadores de lo imposible, de lo puro y sublime, enajenados por sus entelequias de un elevado Ideal espiritual. No hay espacio intermedio entre el infierno y el limbo en el que sea factible el equilibrio entre ideales y realidad. Así, en estas tres obras se describe el tránsito de ese desencuentro. El Apocalipsis de una realidad calificada como infame, el Purgatorio del extravío en el que se opta por la complaciente ilusión de la caverna platónica ante una realidad que puede decepcionar las proyecciones del ideal, y la construcción de un Limbo ajeno a la vida que es negación de lo real.
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EL ARTISTA EXILIADO La imposibilidad de ese espacio intermedio determina un exasperado sentimiento de extranjería. De Wagner (Trevor Howard), se dice en Ludwig :Era extranjero en cuanto era diferente. Pero éste aún sabe adaptarse a las circunstancias con su talante pragmático. En cambio, la diferencia puede constituirse en desgarro, y, por tanto, desubicación. Visconti parecía sentirse ausente, o desplazado, de escena como Salina. Un exiliado tanto de la vida como de la realidad. Porque ajeno se sentía a su propio tiempo, a su realidad inmediata. Sobre todo, a una nueva generación que consideraba carente de valores. En sus ideales de transformación cultural, cuyo culmen es la revolución del 68, sólo apreciaba afán de destrucción. Concluyente, al respecto, es que realizara antes de esta trilogía una adaptación de la obra de Albert Camus, El extranjero (Lo strangiero, 1966), destilada en forma de repulsión ante una forma de relacionarse con la vida donde toda acción es posible porque nada parece tener sentido. Esa carencia de substrato moral se verá apuntalada en la asociación con las aberraciones del nacimiento del tercer Reich en La caída de los dioses. Aunque, tras el conjuro de la autoreclusión negadora de la realidad en Ludwig, nos encontramos, en Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), con la reaparición del espectro de Salina (apoyado en la elección del mismo actor, Burt Lancaster). Vive recluido, retirado de la vida, entre sus colecciones de arte. Pero el azar le desafía a intentar negociar con la realidad, que viene a él, cuando alquila el piso superior a un joven de conducta errática y disipada, amante de una adinerada mujer madura, y encarnación de los nuevos tiempos sin reglas morales donde ni los lazos de sangre establecen límites. Por muchas concesiones que haga, el intento de convivir con las hienas y chacales se resuelve con el dolor y la frustración. Pero la desubicación también puede darse por no aceptar el propio fracaso. En Muerte en Venecia, el asistente, Alfred (Mark Burns), cuestiona a Aschenbach por pensar que la belleza sólo puede ser espiritual, ajena a la realidad, y, por tanto, a los sentidos, así como le reprocha que no asuma la mediocridad de la realidad o, lo que es lo mismo, que reprima su espontaneidad por el temor a la decepción (ese atasco emocional queda condensado en ese ascensor en el que sube apretujado junto a unos chicos y Tadzio, el cuál, al salir, le mira, desde afuera, con esa ambigüa sonrisa que es inquietud y tentación, mientras él permanece preso de su adentro). Ludwig, por su parte, se resiste a ser, o parecer, uno más, aunque sea sintiéndose importante por transferencia a través de Wagner, u oponiéndose a que Baviera sea una mera provincia de Alemania. Pero como le señala Durkheim (Helmut Griem): Hay que tener valor para aceptar la mediocridad cuando se persiguen ideales sublimes que no son de este mundo, pero es la única esperanza de salvarse de una soledad que puede ser inmunda. Aschenbach y Ludwig carecen de ese valor, y así se verán abocados al extravío o a la reclusión.
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LA BÚSQUEDA DE LO IMPOSIBLE. El sentimiento trágico en la obra de Visconti nace de ese fracaso. En las estancias de la mansión de Salina destaca una pintura con la figura de Apolo (1). Lo apolíneo no tiene cabida en una realidad que se contempla sórdida, vulgar y carente de principios morales elevados. Lo dionisíaco (2), por su parte, adquiere una dimensión turbia. En La Caída de los dioses no hay sensualidad, sino depravación Toda expresión sexual es contemplada como degeneración y ultraje, sea una orgía, o el incesto y la pedofilia. Y, en el otro extremo, en Muerte en Venecia y Ludwig,, se cuestiona la incapacidad de convivir con la agitación de los instintos, que en Ludwig se extrema en desquiciado rechazo. Véase cómo el peso de la noción abstracta del amor, nada corpórea, de Ludwig queda manifiesta cuando Elizabeth (Romy Schneider) le pregunta por sus amantes, y él sólo responde: Soy católico. El mismo cuerpo se revelará reflejo de su confusión, entre inclinaciones que no logran ser conciliadas, como cuando es testigo, en un paseo nocturno, del baño desnudo de un sirviente. El plano siguiente nos lo muestra postrado ante la efigie de Cristo suplicando para no dejarse llevar por esas turbadoras sensaciones. O cómo sus relaciones homosexuales en la última etapa de su vida las vive como si se autoinfligiera un castigo (esas llamas desenfocadas al fondo del plano mientras besa a un sirviente) Incluso lo apolíneo puede ocultar bajo su apariencia una condición siniestra, como ejemplifican Martin (Helmut Berger) en La caída de los dioses y Tadzio, coincidencia emblemática apoyada, además, en el detalle de que sus madres compartan el mismo apellido, Von Essenbeck. Ambos representan el ángel de la muerte, por activa y por pasiva. El primero, cual jinete del Apocalipsis, aniquila sin escrúpulo alguno, incluso, lo que representa la inocencia o lo sagrado, en un trayecto que va desde la deformidad dionisíaca de su presentación travestida cual Lili Marleen a su impoluta apariencia apolínea de agente del horror nazi. En relación a este retrato hay que mencionar la fascinación que la estética apolínea nazi causó en el joven Visconti (3).
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La promesa de un orden que se descubre falsario, una máscara subyugante que desvela unas entrañas que son abismo de vileza abyecta El segundo, por pasiva, por su imagen enigmática, esa belleza andrógina sobre la que Aschenbach, nostálgico de la visión apolínea, proyecta su ilusión de armonía espiritual, la máscara invulnerable e ideal que aún no muestra fisuras, la música transcendente de lo puro y sagrado, para conjurar el equilibrio perdido por la consciencia de la fugacidad del tiempo y de la futilidad de una vida sólo sostenida sobre los rituales ( véase cómo, en su primer día en la habitación del hotel, besa las fotos de su esposa e hija y ordena con esmero sus pertenencias). Ilusión que abarca a la misma imagen que destila la familia, compuesta por madre, hermanos e institutriz (contrapunto restitutorio de su familia rota por la muerte de la hija). En la citada primera secuencia en el salón del hotel, la cámara encuadra a la familia. El plano se abre con un zoom de retroceso, y vemos de espaldas a Aschenbach contemplándoles como si fuera un espectador ante una pantalla, en la que se conjuga lo que fue y se ha perdido, y lo que se desea pueda ser. Pero la realidad se siente corrupta como la propia ciudad, dominada por el cólera. El Apocalipsis ya en marcha. Una peste que no es sino encarnación de sus inseguridades, el miedo ante unas pulsiones que no puede dar rienda suelta porque desestabilizan el incontaminado ideal de absoluto, pero que, a la vez, no logra dominar y se transfiguran en abismo. Muerte en Venecia, por ello, se constituye en la ceremonia fúnebre de un fracaso.
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El primer plano de Ludwig es el de una figura religiosa, una imagen apolínea, en el techo. La cámara panoramiza, a la vez que abre el encuadre con el zoom hasta un plano general, hacia Ludwig (Helmut Berger) conversando, en las horas previas a que sea investido como rey, con el padre Hoffman (Gert Frobe), quien le instruye sobre cómo deberá actuar. Dos figuras difuminadas o empequeñecidas entre las sombras Ya queda sintetizado cómo el anhelo de las elevaciones morales del espíritu se perderá en el abismo porque Ludwig no sabrá relacionarse con la vida. Las palabras también anuncian las contradicciones de las que será preso Ludwig, y cómo inviste su Tarea ya no sólo como realización sino como salvación de índole religiosa. No sabrá aplicar las palabras del padre Hoffman de que el hombre grande es el que se siente por dentro pequeño, y que no tiene que tener en cuenta manifestaciones de honor. Ludwig no se desasirá de ese prurito de grandeza o transcendencia que es vanidad, de sentirse único y excepcional aunque remarque que se sienta intermediario. Como le dice a Elizabeth (Romy Schneider), el propósito con su reinado es enriquecer el espíritu del pueblo, a través de la obra de Wagner, arte total, fusión de poesía y música, para transmitir ideas. Esta secuencia, también nocturna, mientras cabalgan bajo la luna, finaliza, tras que Ludwig bese a Elizabeth, con un movimiento de cámara y zoom, parecido al que culmina la anterior secuencia citada, hacia ninguna parte, perdiéndose en las sombras, en la nada. Se ve un arroyo. Una herida, la emoción anegada en la negrura. Anuncio, en ambos casos, de cómo Ludwig terminará recluso en las difusas sombras de su ciega caverna platónica, porque como le señalará Durkheim: Quien ama de verdad la vida no puede permitirse la búsqueda de lo imposible.
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LA REALIDAD SUPLANTADA Por eso, los castillos que ordena construir Ludwig son diques de fantasía para contrarrestar las turbulencias de una realidad con la que no se quiere confrontar. No es la verdad lo que quiere discernir, ya que él se arroga el detentarla (4), sino construir una realidad sustitutiva. No sólo es la edificación de decorados de fantasía, incluidas naves o conchas cual cisnes en el remedo de la Cueva de Lohengrin. Contrata a un actor para que le recite sin descanso textos de grandes obras, y, a la vez, realice una suplencia, la de amigo del alma. Lo que representaba para él Wagner antes de quedar defraudado, y sentirse traicionado, por sus prosaicos intereses materiales, y por mantener una relación con una mujer casada cuando le tenía considerado un santo. La manipulación escenificadora de la realidad, que la convierte en representación, puede provenir de esa enajenación. Pero también puede realizarse por mero mezquino interés mundano. Recordemos que, en La caída de los dioses, la quema del Reichstag tiene lugar durante la celebración familiar inicial, la cual se responsabilizará a los comunistas, una sibilina escenificación, en forma de cortina de humo, para afianzar el poder nazi, creando un chivo expiatorio para sugestionar a la masa. Por eso, no deja de ser reveladora la coincidencia de otro apellido, Aschenbach, en dos distintos manipuladores. El Aschenbach (Helmut Griem) de La caída de los dioses, oficial de las SS, es el avieso y artero titiritero que sabrá manipular al resto de los personajes para modelar el escenario a su conveniencia, y el protagonista de Muerte en Venecia, de modo menos consciente, se esfuerza en transfigurar, o maquillar, la realidad con sus ilusorias construcciones. La fascinación de la superficie de la ciudad es equiparable a la de la cautivadora superficie de Tadzio.
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Pero Venecia es una ciudad que puede hundirse. Sus cimientos se sostienen sobre las inciertas aguas. Es tanto la representación de la arquitectura amenazada de los rígidos ideales, como de una realidad vulnerable ante la anarquía incontrolable de las emociones. En cuanto se hace un primer plano sobre lo real, sobre la piel, se tambalea la deletérea construcción del ideal (5). En la secuencia final, en la playa, Aschenbach, ya convertido en una grotesca imagen maquillada, mientras el tinte de su cabello surca sus mejillas, niega desesperado la agitación de los cuerpos cuando contempla a Tadzio enzarzado en una pelea, que es juego, con un amigo. La imagen se perturba. Como evidencia ese plano con Tadzio, dentro del mar, a la izquierda del fondo del encuadre, y una cámara sobre un trípode en el ángulo derecho en primer término, es una proyección, una idea o imagen estatuaria. Aschenbach muere en la orilla del mar, de la vida, prisionero en su caverna platónica, ante la visión de un cuerpo que prefiere mantener en su contemplativa mirada como idea de horizonte, y de elevación. Tadzio apunta con un dedo hacia lo alto, y Aschenbach con el suyo hacia su imagen fuera de campo. Dedos que no se tocan como las figuras de la Capilla Sixtina, porque les separa esa cámara interna de Aschenbach. La represión ha vencido a la espontaneidad, la corrupción de su incapacidad de hacer y sentir real a esa imagen divinizada, que es pantalla y simulacro, con la que se ausenta de la realidad. Como Ludwig también se ausenta con la escenificación de sus sueños de gloria, en vez de construir una realidad. Como le dice Elizabeth: Te gusta despreciar a los que te rodean, estar solo, salir a caballo, te gusta sentirte Sigfrido. Elizabeth sí es alguien consciente de que vive en una representación, como ya refleja el escenario en el que es presentada, una pista de circo. Pero Ludwig tenderá progresivamente a la enajenación, a preferir sentirse personaje, como un redivivo Lohengrin o Sigfrido del espíritu, creación ficticia con la que contrarrestar el dolor de lo real.
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Como al descubrir que Elizabeth, su ideal de amor imposible, ha conspirado para que acepte el matrimonio de conveniencia con Sophie, a la que preferirá llamar Elsa, como la dama que rescató Lohengrin. No es sino crear una distancia para no verla como es, lo cual le resulta imposible mantener. Cuando Sophie interpreta al piano el tema de Elsa, del Lohengrin de Wagner, de modo desafinado, la cámara realiza un travelling con zoom hacia el otro extremo de la estancia donde está sentado Ludwig con expresión atribulada. No quiere ver la realidad, quiere crear la suya propia. En la secuencia con su hermano, Otto (John Mulder Brown), en una habitación que es refugio infantil, el primer plano es el haz de luz de una linterna mágica. El techo está decorado con los cuatro cuartos de luna. Otto está abrumado por lo que ha presenciado en la guerra, cuerpos despedazados y sufrimiento. Ludwig niega su existencia porque no la ha querido. Apaga la luz cuando aprecia el malestar de su hermano, y las sombras dominan la estancia (las sombras de la realidad que devoran el haz del proyector de fantasías).Otto representa la mirada frontal, ojos demasiado abiertos (relata una pesadilla en la que no puede cerrarlos), opuestos a los cerrados de Ludwig. Otto acabará recluido en un sanatorio mental cuando su desesperación no soporte el horror de la realidad. Ludwig se recluirá en su anestésico mundo de fantasía. Y se suicidará ahogándose. Hubiera preferido desde un lugar elevado, desde las alturas de una torre, pero le supera su miedo a quedar desfigurado, lo que evidencia su subordinación a la vanidad, a las apariencias incontaminadas. Ludwig y Aschenbach, como no logran domar a la realidad con el ideal, con sus escenificaciones niegan lo que es, y desactivan la posibilidad de la armonía y el equilibrio.
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LOS VELOS DE LA MENTE La cámara con trípode en la playa y la linterna mágica son el símbolo de las veladas proyecciones de sus mentes desenfocadas. Por eso, el enfoque de Visconti, para cuestionar su escisión con la realidad, por arrogarse el detentar un precepto o castillo moral de pureza espiritual, se manifiesta en la seccionada construcción narrativa de ambas obras en dos tiempos distintos confrontados. Los siete flashbacks de Muerte en Venecia no son sólo meras evocaciones, sino a la vez diálogos en la mente de Aschenbach. Revelan las fuerzas encontradas que se debaten en su ánimo. Y su sucesión nos revela el arco de la evolución de su conflicto interno. Desde cuál es su equipaje vital al llegar a Venecia, o los debates con su asistente que contrapuntean la indecisa tentación naciente que va sintiendo por Tadzio, pasando por la evocación de un momento familiar feliz, tras contemplar a Tadzio saliendo del agua, cuando parece que se siente dispuesto y capaz de liberar sus emociones, hasta los abucheos del público tras un concierto, correspondencia con su consciencia final de impotencia irreversible para abrazar el instinto. Merece destacarse el quinto flashback ya que introduce elementos que apuntan a la posibilidad de este viaje como mental, o un fantasmal presente en el que intenta restituir un pasado de cuyo peso no se ha desprendido. Frustrado por no poder articular lo que siente cuando se queda a solas con Tadzio en la playa, quien se balancea agarrado a un poste mirándole cual invitación dionisíaca, su gesto se torna desdichado y se tambalea, agarrándose a otro poste. Sus construcciones ilusorias son tan poco firmes como su determinación. Evoca, entonces, la visita a una prostituta, Esmeralda. Así se llamaba el barco en el que llegó, definitorio de su condena ya anunciada, así como de la ambigüedad de lo que estamos contemplando. ¿Es real o fantasía de la mente? En Ludwig, la narración se encuentra puntuada por las intermitentes intervenciones a cámara de representantes institucionales relacionados con la encuesta comandada por el ministro Von Holstein (Umberto Orsini), su contrario, el pragmático, donde se pone en cuestión la salud mental del rey para gobernar Baviera.
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Diagnosticado que padece un estado de paranoia es recluido en una pequeña estancia de uno de sus castillos. La primera noche la recorre dando vueltas en círculo mientras suena, en una cajita de música, el Tanhausser de Wagner que también se escuchaba en la escena de la linterna mágica. La irónica reducida réplica a la enajenación que sufría por su anhelo de música de ideales elevados que no era sino su prisión y su círculo vicioso. Como la carcajada de Aschenbach, tumbado en la plaza, junto a un pozo, es la asunción de un extravío irresoluble. No ha podido ir más allá de mirarse con Tadzio desde la temerosa distancia (ambos en el mismo plano, él al fondo y Tadzio en primer término) tras seguir a la familia por las espectrales y desoladas calles ya presas de la corrupción y muerte por el cólera. La divinización de la pantalla del ideal era el pozo de su abismo. EL ABISMO DEL IDEAL Entre el infierno y el limbo, entre el pozo y la cajita de música, el abismo parece contemplarse como irremediable destino. Esta perspectiva nihilista se apuntala en las variaciones dramatúrgicas que Visconti establece en La caída de los dioses con respecto a su anverso, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The four horsemen of Apocalypse, 1962, Vicente Minelli),una obra que aún creía posible el gesto integro. Nos encontramos, en ambas, con una familia formada por un patriarca, el abuelo, y dos herederos de visiones contrapuestas con respecto a la ideología nazi. Y comienzan con una celebración familiar que acaba con la muerte del patriarca. En la de Minelli, muere de un infarto, durante una tormenta, mientras declama sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis, trasposición de su indignación moral por la afiliación al credo nazi por parte de una rama de su familia. En La caída de los dioses, el patriarca muere asesinado por Frederick (Dirk Bogarde), arribista que aspira al amor de la viuda del hijo del patriarca, Sophie (Ingrid Thulin), y a ascender en la empresa, y que perderá en el juego por dejar que su codicia supere a su cautela estratégica. En ambas obras destaca un personaje intermedio, frívolo, ajeno a las posiciones morales de bandos opuestos, pero su evolución no puede ser más divergente. En la de Minelli, Julio (Glenn Ford) es un bon vivant que disfruta de los placeres dionisíacos con el vive y deja vivir como enseña. Pero acaba concienciándose de que hay circunstancias extremas en las que es necesario comprometerse. E inclusive, aceptar la noción del sacrificio, porque asumir la muerte implica la apuesta por la vida, aunque sea una paradoja.
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En La caída de los dioses, Martin, hijo de Sophie, deriva hacia el extremo opuesto. Su actuación inicial cual Lili Marleen es interrumpida por la noticia de la quema del Reichstag, y Visconti subraya su gesto de contrariada soberbia porque ya no es el centro de atención. Su frivolidad está imbuida con los más repulsivos atributos de degradación moral, la carne sin conciencia ajena al espíritu. Es pederasta, y además de una niña judía que acaba suicidándose, y materializa el incesto con su madre. La rúbrica de su forja como pérfido monstruo será determinar el suicidio de su madre y su nuevo marido, Frederick. El plano final congela su saludo nazi ante sus cadáveres, cuya posición asemeja a la de La piedad. Ésta, como la integridad, no tiene cabida en el infierno. Y cerrando el círculo, hay que destacar que Martin está interpretado por el mismo actor que encarnará al rey Ludwig, el cuál, aspirante a enigma transcendente, se convirtió en referente de los representantes de la realidad abyecta (6), los nazis, cuyo estandarte era otro ideal apolíneo de pureza, de absoluto, de diferencia en cuanto superioridad. Uno y otros moldearon la realidad según sus ideales, uno negándola, los otros ultrajándola y abocándola al abismo. No hay fronteras entre una malsana noción apolínea y una bárbara acción que no es dionisíaca sino mera destrucción del cuerpo. Los castillos del Limbo propician las acerías del infierno.
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(1)Los griegos consideraron a Apolo como el dios de la juventud, la belleza, la poesía y las artes en general. Pero, según Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, representaba la luz, la claridad y la armonía, frente al mundo de las fuerzas primarias e instintivas. Representaba también la individuación, el equilibrio, la medida y la forma, la racionalidad. (2)El mundo de la confusión, la deformidad, el caos, la noche, el mundo instintivo, la disolución de la individualidad y, en definitiva, la irracionalidad,, en palabras de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, consecuencia de la noción apolínea que fomentó, y estableció como modélico, el platonismo, y que, con el ascenso de la moral judeocristiana y el monoteismo, escindió la realidad en dos mundos irreconciliables, el del espíritu y el cuerpo (3)Con el advenimiento de Hitler al poder, Visconti sintió indiferencia ante tal triunfo político, aunque el sentido del orden y la obsesión estetizante del régimen nazi fascinaron al joven italiano (Muerte en Venecia, Jaume Radigales, ed. Paidos) (4)Durkheim señala a Ludwig que nadie puede erigirse en juez. Recuérdese la bondad de Rocco, entre la idiocia y la santidad, cuya inconsecuente rigidez propicia la tragedia ¿Y no pudiera verse El inocente (L’innocente, 1976) como un cuestionamiento de ese feroz celo de control, de querer que la realidad se ajuste a los propios modelos, añadida la contradicción de que el protagonista carece de principios morales? (5)Venecia era también testigo en Senso (id, 1954) de la edificación de un sueño amoroso ilusorio, en otra colisión entre lo proyectado, cuál sentimiento operístico, y lo real, que no es sino fingimiento interesado. (6) Y, significativamente, al nuevo vecino en Confidencias, representante de aquella juventud de los sesenta a la que se sentía extraño y ajeno en valores, y con el que intenta un frustrado acercamiento de diálogo.

Luchino Visconti, Dirk Borgarde, Helmut Berger, Bjorn Andresen, Romy Schneider, Ingrid Thulin y Silvana Mangano en varios momentos de lo rodajes de 'Muerte en Venecia', 'Ludwig' y 'La caída de los dioses'.

Hace alrededor de nueve meses, tras publicar varias imágenes de 'El gatopardo' de Luchino Visconti tuve la idea de publicar diariamente compilaciones de imagenes de rodaje de alguna película. Y hoy lo clausuro, de nuevo con Visconti ( aunque no deje de publicar cuando surja), y publicando uno de los textos de los que estoy más satisfecho, que publiqué en un dossier sobre Visconti en Dirigido por, sobre la calificada como Trilogia alemana. En el texto no remarqué si me satisfacían como resultado, planteándome un hilo reflexivo sobre su sugestivo andamiaje conceptual. No es 'La caída de los dioses' muy de mi agrado ( es la obra que menos me estimula de su obra). Las otras dos, 'Muerte en Venecia' y 'Ludwig' me resultan mucho más atractivas, aunque irregulares. no tan afinadas como sus grandes obras (la mayor parte que realizó hasta 'El gatopardo'), empañadas por cierto recurrente uso del zoom (recurso muy poco 'apolineo' para alguien que lo añoraba tanto en la vida que le rodeaba), y a 'Muerte en Venecia' le desluce un poco también un exceso de 'Maquillaje',como a su mismo protagonista, un excesivo mimo caligráfico que acaba, en cierto grado, amortiguando sus afiladas incisiones reflexivas. Pero aún así dos buenas obras con momentos brillantes.

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