miércoles, 16 de mayo de 2012
La mujer del lago
Una mano irrumpe en el encuadre, de un blanco casi cegador, un rostro de mujer se sume en la oscuridad cuando un tren entra en un tunel. Son los planos que abren y cierran la fascinante 'La mujer del lago' (Onna no mizumi, 1966), de Yoshishige (Kiju) Yoshida, en la que se adapta la novela de Yasunari Kawabata, 'El lago'. La mano y el rostro son de la misma mujer, Miyako (Mariko Okada). El desplazamiento de la cámara, en el primer plano, nos descubre que yace con su amante, Kitano (Shigeru Tsuyuguchi). La línea argumental es muy escueta; al salir de la casa de Miyako esa noche, un hombre la interpela en la oscuridad, a lo que ella responde, asustada, golpeándole con el bolso, que pierde. En ese bolso, aparte de su carnet de identidad, tiene unas fotografías que le hizo desnuda Kitano. El hombre en cuestión la llama para verse. ¿Qué es lo que quiere? Se temen un chantaje. Miyako está casada, y Kitano también tiene otra relación al mismo tiempo. Aunque la narración deriva sobre otros enigma, ¿qué quiere Miyako? ¿Qué busca, como ejemplifica el plano de sus manos irrumpiendo en el vacio? Una construcción de plano por otra parte que marca el tono del relato, el extrañamiento, ese que hace que el relato se sumerge en las corrientes de la mirada tambaleadora de lo real que ejerce la percepción alterada del fantástico. Esa mirada transfiguradora, de elaboradas composiciones, que en aquella década transitaron las primeras obras de Alain Resnais, o el Antonioni de 'La aventura' (1960), o décadas después David Lynch, si además consideramos la relevancia de la música (dodecafónica, de Sei Ikeno, sostenida sobre la hipnótica repetición) y los efectos de sonidos.
En la conversación Miyako confiesa cómo le perturba la forma en que la miran las mujeres, como si fuera un monstruo. Kotano aludirá al paso del tiempo, como un cautiverio. El trabajo sobre la duración, de los planos, de las secuencias, es una de las cualidads fundamentales de esta obra, un ejemplo de cine sensorial,de atmósferas y texturas, que nos llevan a otro territorio, en el que ya no hay centro, sino que pareciera que estamos en una coreografía de espectros, a la deriva, pero a la vez dotado de una cautivadora fisicidad; a medida que progresa la narración más parece palparse el viento, la madera, la piedra, el agua, la luz, hasta el mismo tiempo (dentro del cine japonés habría que destacar, en esta senda expresva del fantástico, a 'La mujer de arena', 1964, de Hiroshi Teshigahara, y posteriormente al excepcional cine de Kiyoshi Kurosawa). Descentrada como los encuadres de numerosos primeros planos, como tambiéN aplica con igual cautivador tino Steve McQueen en la reciente 'Shame' (2011), de la misma estirpe de cine de subterráneos emocionales y extrañamiento tonal, y forjadas, ambas, con un asombroso sentido de las composiciones (hay que resaltar la labor de Tatsuo Suzuki).
O cómo muchos encuadres están compuestos con elementos interpuestos entre la cámara y los personajes. Señalaba cómo Miyako se sentía extraña, un monstruo, en la mirada de las mujeres. Ahora con las fotogrfía de su desnudo es como si estuviera completamente expuesta, puede ser vista por cualquiera (¿es lo que anhela realmente, dejar de sentirse sumida en la 'oscuridad',en la mirada que no la descubre?). ¿No es por ello que el rechazo inicial ante una mirada intrusa, desconocida, por ella la irá intrigando y atrayendo? Estudios en los que clientes de la sauna fotografían a mujeres desnudass, en la parte trasera de un negocio de revelado de fotografía; barcas varada en la orilla del mar donde un equipo de filmación rueda una película; acantilados, callejones estrechos: arenales o desfiladeros en las que figuras se ven minimizadas. Los espacios parecen el trayecto de una deriva que va perdiendo el sentido de realidad ¿ o quizá lo va encontrando?
A partir de cierto momento, cuando la observada y el observador (del que tarda en saberse qué realmente quiere; y no dejar de destacar el empleo de las gafas oscuras por ambos durante buena parte del relato) comparten trayecto entre los acantilados y orillas y barcas varadas, la realidad también se tambalea, suscitándose la interrogante de si lo que sucede no es sino el espacio imaginario del deseo, la inversión de la realidad (dos veces se repite un sobrecogedor plano del rostro invertido de Miyako mientras disfruta del placer con el 'otro', cuando ya tiene nombre, aquel que representaba el incierto y desestabilizador fuera de campo), una mera ensoñación o proyección (el rodaje como paralelo significativo) aquello que realmente aún permanece en la oscuridad, en el miedo, de la que brotaban al inicio en las manos, buscando, anhelando sentirse visible, reconocida, ya no una extraña, un monstruo, un ser invisible, sino presente. ¿Acaso el deseo con el extraño no se da rienda suelta en el interior del casco resquebrajado de la barca varada en la orilla del mar, cual caverna platónica? Quizás. Pero qué cautivador viaje. Qué placer sentir que te hacen tambalear la mirada.
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