jueves, 26 de enero de 2012
En la muerte de Theo Angelopulos
Uno de lo instantes cinematográficos que más han calado en mis entrañas, que más me han conmovido, se lo debo a Theo Angelopoulos. Aquel largo movimiento de cámara hasta el puño cerrado, crispado, de Marcello Mastroiani, postrado sobre la tierra, por su desesperación, en el plano final de 'El apicultor' (1986). Angelopoulos declaró "Ahora más que nunca, el mundo necesita cine. Puede que sea la última forma de resistencia ante el deteriorado mundo en el que vivimos. Al tratar de fronteras, límites, la mezcla de idiomas y culturas de hoy, intento buscar un nuevo humanismo, una nueva vía". Angelopoulos sobrevivió en su reducto de resistencia, desde que empezó a finales de los años sesenta (cuando estaba más en boga el llamado cine de autor). Los largos planos secuencias eran su seña de estilo más característica, como en Tarkovski, o en el olvidado Miklos Jancsó. Ajeno a modas se mantuvo fiel a su estilo, y a su condición de forjador de obras con escasos espectadores ( lo que no le importaba; la fidelidad a la propia voz es la fundanción de la resistencia). Lo que nos llevaría a considerar qué buscan los espectadores, qué quieren, en qué medida son sugestionables, moldeables y manipulables. ¿Los gustos predominantes variarían si se habituaran más a un tipo de cine al que se suele tener menos acceso, al que se desconoce en general que exista? En el cine de Angelopulos se daba esa armonía y equilibrio entre signo y símbolo, aunque a veces pudiera parecer que venciera en la balanza el segundo incurriendo en la opacidad. Aunque también uno se planteaba como espectador cuál era el propio límite, cuáles las propias carenciasr. O en qué medida influyen las circunstancias, del mismo modo que nos modificamos con el paso del tiempo. Las muy diferentes impresiones que he sentido con 'La mirada de Ulises' (1995) en diferentes momentos de mi vida remarca esa interrogante. Y su muerte, por otro lado, atropellado por un motorista cuando cruzaba una avenida en busca de localizaciones para su próxima obra (¿estaría su mirada y su mente distraida visualizando algún plano?) nos enfrenta a lo imprevisto de la aparición de la muerte. Un día se apaga el proyector y ya no estás, y todas tus preocupaciones, todos tus anhelos, todas tus expectativas, todos tus remordimientos, se desvancen sin que deje huella alguna el estruendo de su drama, de cómo lo vivimos. Podríamos intentar hacerlo cinematográfico, recordar al motorista de 'Amarcord, o la muerte en moto de 'Lawrence de Arabia' o la de los protagonistas de 'Easy rider'. O siplemente evocar los momentos de gracia que me deparó su cine, en 'Paisaje en la niebla' (1988) o 'Viaje a Citera (1994), y en especial en la inmensamente bella 'La eternidad y un día' (1998).
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