sábado, 17 de diciembre de 2011

La strada - Imágenes de un rodaje

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Federico Fellini, Giuletta Masina, Anthony Quinn y Rchard Basehart en varios momentos del rodaje de la bellísima 'La strada' (1954).
'Hasta entonces, La dolce vita incluida, su cine tenía una apariencia realista, y remarco lo de apariencia, ya que sus obras no eran sino alegorías camufladas bajo unos modos de representación más cercanos a la convencional pero imprecisa noción de lo que es una realidad exterior reconocible según el consenso establecido. Pero en sus entrañas ya se cuestionaba la realidad como movedizo escenario de apariencias, como se debatía esa tensión, o interrogación, entre ilusión y realidad, o cómo ambas son un engaño, y además corrompido. Toda máscara oculta un vacío. La realidad es un frágil barniz. La vida un escenario, del que no se es consciente, presos de ilusorias fantasías o del papel que se interpreta por inercia. Y el anhelo de un logro elevado se verá frustrado, como la nobleza poco lugar tiene en un mundo cruel y embrutecido.
Fernando (Alberto Sordi), la estrella protagonista de fotonovelas, en El jeque blanco (Lo sceicco blanco, 1952), desvelará la escasa correspondencia entre su imagen en la pantalla gráfica y su vulgar y patética condición real (o cotidiana), frente a la ilusa espectadora, Wanda (Brunella Bovo), que le tenía idealizado como icono romántico. En La Strada (id, 1954), el espacio de la ilusión, el circo ambulante, está regido por un bruto, Zampanó (Anthony Quinn), cuya incapacidad de dar afecto, anula y destruye la nobleza encarnada en Gelsomina (Giuletta Massina). En Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), la ingenuidad, tan sugestionable como candorosa, de Cabiria (Giuletta Massina) se pasea entre falsas ilusiones, sea la de una estrella de cine, los milagros de la Virgen o espectáculos de magia. Ambas películas coinciden en que su trayecto se abre y se cierra significativamente junto al agua. En la primera, Gelsomina nos es presentada junto al mar, y el final nos muestra a un Zampanó llorando su ausencia, su muerte, hundiendo su cabeza, sus remordimientos, en la orilla del mar. En la segunda, en ambas situaciones Cabiria es víctima de un engaño y robo por parte de dos hombres. Se podría decir que no ha aprendido de qué materia está hecha la realidad. También que, si Cabiria vive en los arrabales, sin duda, del mismo modo, la ingenuidad, o la entrega confiada, está marginada en los arrabales de la realidad. Cuando no desterrada de la vida, como en el caso de Gelsomina
En Los inútiles (I vitelloni, 1953) un carnaval, una fiesta de disfraces, no es más que el ilusorio interludio que oculta las insatisfacciones y frustraciones. La imagen de un ebrio Alberto (Alberto Sordi), disfrazado de mujer, y con la efigie de un cabezudo, condensa esa dualidad de autoengaño y evasión, una imagen deformada de una vida cotidiana entretejida con vanos rituales que demoran el enfrentarse a las propias carencias. Como el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición de ese mundo idealizado del arte a través del inquietante actor, quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio. Y en Almas sin conciencia (Il bidone, 1955) los timadores se enmascaran bajo la apariencia de representantes del clero, emblema (supuesto, lo que amplía sus incisivas reverberaciones) de la pureza y la caridad, para engañar precisamente a los más desamparados, en una aridez de realidad quemada por el sol. Un paisaje pedregoso que condensa cuál es la sustancia de la realidad y del ser humano. Un espacio desenmascarador de su capciosa apariencia, de su condición de estafa (il bidone).
En todas estas obras queda manifiesto que se venden ilusiones que son falacias y que, conclusión aún más hiriente, la integridad no tiene cabida en una realidad (o espacio de representación, y no sólo porque sea reiterada la presencia de personajes que actúan, sin correspondencia con su real condición, sino por los autoengaños en que tantos están inmersos, incapaces de ver, o asumir, la ilusoria o falsificada realidad que viven) que promulga la doblez, la conveniencia, el egoísmo y la depredación (y los mismos representantes del espacio de la ilusión resultan ser sus más preclaros emblemas).
(Fragmento de mi artículo publicado en Dirigido, en el dossier dedicado a Fellini: 'De ilusiones y realdades y otros engaños'.

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