miércoles, 29 de diciembre de 2010
La isla del adiós
El título original de esta estupenda obra, ‘La isla del adiós’ (1977), de Franklin J Schaffner, es ‘Islands in the stream’ (Islas en la corriente), y refleja con más precisión sus complejas y sugestivas resonancias. Las raigambres y la soledad ( o el aislamiento), el anhelo de crear vínculos y sus dificultades y conflictos, o nuestras limitaciones, las que nosotros mismos creamos para conseguirlo, en el transcurrir o discurrir de la corriente de la vida, del tiempo, o en su deriva, pues hay ocasiones en que nos apercibimos que nos hemos dejado llevar, quizá pensando que hemos encontrado nuestro lugar en el mundo, pero quizá hayamos creado un universo aparte, aislado, abandonados a la corriente, porque pensamos que lo posible es imposible, hasta que un día, las faltas, las carencias, surgen a la superficie. Thomas (extraordinario George C Scott) vive en una isla de las Bahamas, centrado en sus esculturas y en su pasión por la pesca; parece su lugar tras haber vivido las décadas anteriores en Europa o Estados Unidos. Un lugar que acentúa su desarraigo, que parece tener asumido (reitero de nuevo, ‘parece’; ya sugerido en esa secuencia en la que en cierto estado de embriaguez, dispara como divertimento bengalas, en el bote en el que se encuentra con sus amistades, a la casa del representante de la ley; ya insinúa su insatisfacción vital; se puede rastrear una cierta petición de ayuda implícita). La acción transcurre en 1940, con la guerra como paisaje de fondo: un conflicto colectivo que se convertirá en reflejo o contrapunto de un conflicto individual; esa capacidad que demostraban ciertos cineastas décadas atrás: esta obra parece un residuo de aquellas grandes obras de finales de los 50 y 60 que aunaban modélicamente conflictos colectivos e individuales).
El primero de los tres episodios en que se divide la obra, ‘Los hijos’ le enfrenta a la ilusoriedad de su vida, a tomar consciencia de que está realmente separado de la vida. Le enfrenta a su pasado, al fracaso de sus dos matrimonios, con respecto a los cuáles reconoce su responsabilidad, su incapacidad para haber sabido crear una relación. Aún más, el hijo mediano le reprocha las permanentes peleas con su segunda esposa porque han quedado prendidas en él como una sombra doliente, un anzuelo que le sigue arrastrando a las profundidades de un dolor irresuelto, que ahora en el presente puede ser restituido, porque Thomas no es ya el fantasma de aquel pasado. Al respecto, es modélico cómo se resuelve de modo implícito este conflicto entre padre e hijo a través de la prodigiosa secuencia de la pesca del pez espada, en el que durante largas horas el hijo brega con el animal, asistido por su padre. Obcecado no cede aunque sus manos y pies sangren tal es el esfuerzo que tiene que realizar en su duelo con el carrete para evitar que el pez se desprenda del anzuelo, aunque las horas se dilaten cuando el pez espada se sumerge en las profundidades. Es como si bregara consigo mismo. No es el éxito de la acción lo fundamental, sino la significación de ese duelo, una liberación de un dolor que se arrastra del pasado. También Thomas se enfrentará al futuro, a la consciencia del mismo, cuando encuentre el cadáver de un marinero en la playa, tras el hundimiento de un barco, porque pudiera ser su hijo mayor. Hasta ahora la guerra eran unos fuegos en el horizonte, en la distancia, el de los barcos hundiéndose, algo que poco le afectaba en su aislamiento (su recordatorio era la llegada de cuando en cuando de judios que buscaban refugio: ¿acaso no lo ha encontrado él en esa isla en su desarraigo vital?). Su vida permanecía en la distancia, ajena a los demás, pero ahora esa distancia es ya la posibilidad de que su hijo pueda morir. Y la recuperación de esos vínculos con sus hijos transforma su forma de habitar la vida. Cuando los hijos se marchan, su recuerdo ahora quedará como raíz, como una nostalgia de un vínculo que no quiere perder, sino hacerlo ya península de vínculo.
El segundo episodio, el más breve, ‘La mujer’ es sencillamente portentoso. La imprevista ‘aparición’, o visita, de su primera esposa, Audrey (magnífica Claire Bloom), madre del hijo mayor, a la que aún ama (como reconoció a su hijo) determina unas admirables secuencias que hacen palpable el pasado compartido, a la vez que esa doliente tensión entre lo que no pudo ser y lo que podría haber sido, e incluso lo que aún se quisiera pudiera ser, y lo que ya no puede ser. Sumado a la revelación, la noticia que le da su esposa, le enfrenta a un futuro no posible, suma de errores pasados y circunstancias aciagas. El tercer episodio, ‘El viaje’, es el reflejo, por un lado, de esa sombría consciencia: decide abandonar la isla, como quien es consciente del fracaso de las decisiones de su vida, de una ilusión que era autoengaño, se había creado un mundo aparte que no era su espacio propio sino era más bien aislamiento, separación y distancia de los demás y la vida. A la vez se convertirá en redención, a través de una transferencia, esa distancia que eran fuegos en el horizonte ahora la hará cuestión propia, cuando en su trayecto de marcha recoja a unos judíos cuyo bote ha sido hundido (ahora las bengalas aparecen como explicita petición de ayuda). Su fracaso en el compromiso con quienes quería en el pasado lo intentará restituir, en lo que tiene algo de suicidio sacrificial, protegiéndolos del acoso y ataque de las lanchas con ametralladoras. Cual trance alquímico el enfrentamiento final tendrá lugar en el angosto y opresivo espacio de unas corrientes en la tupida selva. Aunque el plano final represente una liberación, con la vista del horizonte del mar en el que transportan su cadáver.
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