viernes, 3 de diciembre de 2010

El grito

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Crossley (Alan Bates) es un hombre que afirma que un chamán aborigen de tierras australianas le enseñó a poder asesinar con su grito. Anthony (John Hurt) es un diseñador de sonidos, juega con los sonidos como juega con la vida sin percatarse de que los cimientos de la misma no son muy firmes. 'El grito' (1978) de Jerzy Skolimovski es una genuina y estimulante propuesta fantástica tanto porque abre la interrogación de lo posible y cuestiona el frágil diseño de la vida llamada normal (expuesta, o desentrañada, como una convención; desentrañada, o desnudada, como un cuadro de Francis Bacon, referencia visual en el estudio de Anthony y que encuentra su correspondencia en planos que los recrean) como porque ya se pone en cuestión lo que puede ser real o no de lo narrado en la misma construcción del relato, incentivando la duda o la interrogante. En la secuencia inicial vemos llegar a Rachel (Susanah York) a un sanatorio mental y entrar en una sala en la que hay tres cadáveres tapados por unas sábanas (busca a alguien, pero cuando levanta la última sabana se corta el plano sin que podamos ver quién es). En la segunda secuencia se nos presenta al mismo autor del relato que se adapta, Robert Graves (Tim Curry), al que el director de la institución (Robert Stephens) le pide que participe, en un juego de cricket en el que juegan tanto pacientes como médicos y trabajadoras del centro, llevando el tanteo junto a Crossley, paciente en el centro. Y éste le narra la historia de su peculiar relación con la pareja formada por Anthony y Rachel. Una primera interrogante: ¿qué fundamento tiene, o qué veracidad puede tener, el relato si lo narra un paciente en un sanatorio mental?
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Skolimovski traza con suma habilidad la fina linea de la ambivalencia, desestabilizando cualquier presunción o certeza, ya desde su misma narración, que alienta el extrañamiento en su planificación, en su discontinuidad o alternancia imprevisible de tiempos, o en breves ralentíes, como si se cruzara a un umbral, como si lo extraño irrumpiera y se apoderara de la realidad, del mismo modo que hace Crossley, como si surgiera de la nada, irrumpiendo en la vida de esta pareja, y trastocándola a la vez que poniendo en evidencia sus inconsistencias. Crossley asegura en su primer acercamiento a Anthony que nuestras almas pueden estar contenidas en objetos, en piedras. Cuando en la playa Crossley hace una demostración de su grito ante un Anthony que se ha protegido sus oídos, éste cae en una duna, y al incorporarse, aturdido, golpea una piedra con su zapato, como si se creyera zapatero. Más adelante, hablando con éste le dirá que sintió como si alguien poseyera su cuerpo por dentro por un instante; lo irónico es que ese zapatero es el marido de la mujer que es su amante. Si Anthony alienta la doblez ¿por qué debería perturbarle que Crossley se convirtiera en amante de su esposa, pero de un modo claro y directo, sin fingimientos?: la doblez o hipocresía de la llamada civilización da paso a la desnudez de lo primitivo (la recreación del cuadro de Bacon, con Rachel desnuda a cuatro patas).
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Y las certezas, o presunciones de un orden sostenido sobre convenciones, se desmoronan ante lo incierto, ante el quizás. Quizás lo narrado sea el relato de un trastornado, quizá no tuviera ese poder del grito, como en el quizá queda la causa de la muerte de esos tres hombres que hemos visto en la primera secuencia. Pero algo se ha desvelado, como hace Rachel en el último plano al levantar la última sabana y no sólo ver el rostro del fallecido, sino quedarse con una pertenencia suya. Un gesto que sigue alentando la insurgente interrogante.

‎'El grito' (The shout, 1978), producción británica del cineasta polaco Jerzy Skolimovski es una de las propuestas más sugerentes del fantástico de esa década, en la línea de títulos como la también estupenda 'La última ola' (1977), de Peter Weir, que alentaban la alegoria y la sugerencia, poniendo en cuestión las bases de la civilización confrotándolo con lo atávico, con la incertidumbre de otras nociones de la realidad y sus límites. Michal Austin adapta un relato corto de Robert Graves. Estupenda la gélida fotografía de Mike Molloy que incide en la intemperie anímica.
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